sábado, 16 de febrero de 2019

Lucas 6, 12-13. 17. 20-26




Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios” (6, 12): arranca así el texto evangélico de este domingo.
Sin duda Lucas nos comparte una actitud normal de Jesús. No estamos acostumbrados a ver a Jesús de esta manera: un maestro de contemplación. Toda la noche en soledad y silencio.
Tendríamos que rever y reconsiderar la imagen de Jesús que nos han enseñado y nos hemos construido.
Jesús vive de la contemplación y se nutre del silencio: ahí se encuentra y ahí encuentra a Dios. Ahí descubre el Amor y la fuerza de su anuncio, su palabra, su misión. Ahí el secreto de su vida, la fuente de su existencia.

¿Cuánto espacio damos a la contemplación y al silencio en nuestra cotidianidad?

De la calidad de este tiempo depende la calidad de nuestro existir, nuestra entrega, nuestro amor.
Lucas también relaciona el llamado de los apóstoles a este momento de oración y de calma. Qué importante es calmarnos y conectarnos con Dios especialmente antes de decisiones importantes.
Sin duda es un criterio que puede transformar nuestras vidas.
Entramos en las bienaventuranzas (6, 20-26).
Encontramos el texto paralelo – más conocido y más usado – en Mateo 5, 1-2.
Hay unas diferencias que muestran el sentir y la originalidad de cada evangelista.
En Mateo las bienaventuranzas son actitudes, en Lucas situaciones concretas. En Mateo, Jesús se dirige a la multitud, en Lucas a los discípulos. Por último en Mateo hay solo “bienaventuranzas”, mientras Lucas termina con “malaventuranzas”: los “ay de ustedes” (6, 24-26).

Las bienaventuranzas nos recuerdan y nos conectan con el anhelo esencial del corazón humano: la felicidad. Deseamos ser felices, cada ser humano desea ser feliz. Es el anhelo de plenitud de vida escrito a fuego en cada latido de cada corazón.

Los cristianos olvidamos a menudo que el Evangelio es un llamado a ser felices. El evangelio es, antes que nada y por sobre todas las cosas, “buena noticia”.
Lo que ocurre en general y lo que nos ocurre a los cristianos también es que confundimos este anhelo de plenitud y lo disfrazamos, acomodándonos a las modas y las tendencias generales. Confundimos “felicidad” con “bienestar”.
Esto ocurre especialmente en los países ricos: se corre atrás de la gran mentira que confunde la felicidad con el tener, el dinero, el éxito, la aprobación social.
Por eso hay poca gente verdaderamente feliz.
Como afirma José Antonio Pagola: “Hay poca gente feliz. Hemos aprendido muchas cosas, pero no sabemos ser felices. Necesitamos de tantas cosas que somos unos pobres necesitados. Para lograr nuestro bienestar somos capaces de mentir, defraudar, traicionarnos a nosotros mismos y destruirnos unos a otros. Y así no se puede ser feliz.

Jesús con sus bienaventuranzas y sus malaventuranzas nos dice y nos hace la verdad. Lo puede hacer porque vio la verdad, tuvo experiencia del Amor, fue a lo profundo de su ser. Lo que necesitamos hacer nosotros también.
Con las bienaventuranzas nos recuerda algo que sabemos bien cuando somos honestos con nosotros mismos y reconocemos el anhelo del corazón: la felicidad pasa por el amor concreto, por el dar y recibir, por el compartir fraterno, por la amistad y la solidaridad, por la preocupación por el hermano que sufre.
En los momentos de intimidad y lucidez lo sabemos: solo el amor es real, solo en el amor somos felices.
Porque el amor es lo que somos y la esencia de todo lo que es.
Por eso es tan importante – diría que es lo único verdaderamente esencial – darse el tiempo y las herramientas para conectar con nuestro ser auténtico.
Nos es fácil y lo sabemos. Lo superficial y el bienestar nos atrapan. Por eso Jesús nos advierte con fuerza con los cuatro “ay” de nuestro texto.
Los cuatro “ay de ustedes” no son una condena de los bienes y las posesiones en cuanto tales. Los bienes no son malos: malo es el uso que hacemos con ellos.
Jesús advierte que las posesiones son negativas en cuanto nos impiden conectar con el amor que somos y con las necesidades de los demás. Las posesiones son negativas cuando se convierten en un fin en si mismas y nos dan una sensación falsa de satisfacción.
Los bienes, el éxito, el dinero se convierten en malditos cuando destruyen el anhelo infinito de nuestro corazón.
Son benditos cuando nos ayudan a descubrir nuestra esencia y, por obvia consecuencias, los compartimos.
No necesitamos mucho para ser felices. Recordamos las palabras de Francisco de Asís: “Yo necesito pocas cosas, y las pocas que necesito, la necesito poco.

Entonces todo se vuelve brillante y la felicidad se asoma solita. Como la mariposa que, perseguida, se nos escapa y en la quietud se posa serena.

Disfrutaremos así de esa misma plenitud en lo cotidiano y pequeño: una charla compartida, una cena entre amigos, una mano tendida, una escucha atenta, el jugar con los niños, le belleza de una flor, el canto de los pájaros, una sonrisa recibida, una ambiente armonioso y ordenado, el dolor acompañado, la fraternidad vivida, una caricia regalada, la entrega cotidiana y sencilla.







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