sábado, 15 de junio de 2019

Juan 16, 12-15




Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad: uno de los dogmas centrales de la fe cristiana y de la iglesia católica.

¿Qué nos dice esta fiesta hoy?
¿Cómo nos puede ayudar en nuestro crecimiento?

Volver a Jesús y volver al evangelio es esencial.
Jesús era un judío y sin duda no habló de la Trinidad. Sospecho que ni siquiera pasó por su cabeza tal enigma.
El Misterio de la Trinidad – así como está formulado en el dogma a partir del siglo IV – surge del encuentro de la experiencia cristiana con las categorías filosóficas de los griegos… ¡350 años después de Jesús!

Jesús nos comparte su experiencia de Dios, su experiencia humana, su visión de la vida. Esto es más importante que el dogma.
Un dogma que, de todas maneras, necesita una urgente reinterpretación a la luz de la evolución de la conciencia humana y la superación de la categorías griegas.
Quedar anclados a categorías, conceptos, palabras nos hace perder el tren de la Vida y de la experiencia.
Cuando confundimos dogmas, palabras, conceptos con La Verdad surge la creencia. La creencia es una “verdad” mental y de la creencia al fanatismo, a la intolerancia y a la violencia el paso es breve. Demasiado breve.
La Verdad es Vida, no mente. Por eso hay que volver a la Vida y a la experiencia.
Vida y experiencia que, justamente, están en el corazón del mensaje de Jesús.
Abrir los dogmas entonces se convierte en tarea imprescindible.

El texto de hoy irradia una hermosa luz sobre la conciencia de Jesús, por lo menos según la interpretación del evangelista Juan.
Jesús se percibe en profunda unidad con el Espíritu y el Padre. Mejor aún: percibe lo Uno y se percibe Uno. Por eso puede decir que “lo del Espíritu” y “lo del Padre” es “mío”. No es un “mío” que surge del ego, es el “mío” de la perfecta Unidad, del perfecto “Yo soy” (Jn 8, 58).
Eso que dice “mío” y el que dice “yo soy” no es – en sentido estricto – la individualidad histórica y concreta de Jesús de Nazaret: es la voz de lo Uno, la voz de lo Eterno, la voz de Misterio último de la realidad.
Jesús se convierte en cauce perfecto para que lo Uno se manifieste: totalmente abierto, disponible, transparente. En otras palabras: plenamente hijo.
Es la misma experiencia de Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2, 20) y todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios” (1 Cor 3, 22-23).
O como dice el musulmán Rumi: “No hables, para que el Espíritu pueda hablar por ti.

Cuando el “yo” muere, aparece el “Yo”. Cuando el “ego” es reconocido, emerge la Conciencia. Cuando la mente se calla, el Amor brilla.
Por eso el mensaje central de esta fiesta de la Trinidad es la relacionalidad.
El Misterio último que llamamos “Dios” es relación y en esta relacionalidad todo está incluido: el universo entero, cada suspiro, cada nota musical, cada pensamiento, cada emoción o sentimiento humano, cada planta y animal, cada estrella, cada lagrima y sonrisa, cada amanecer.

Es la Vida. Vida que Jesús tanto amó y anunció. Vida en la cual Jesús vivió, se entregó, disfrutó: “yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10).
Volver a la Vida es volver a la relación y descubrirse relación. Somos relación. Nuestra identidad esencial es relación: a nivel espiritual, psiquico y corporal.
La relación nos define, nos asume, nos sostiene.
Como dice el poeta inglés Francis Thompson:
Todas las cosas
las cosas próximas o lejanas
de una manera oculta están ligadas las unas a las otras
por un poder inmortal.
De modo que no pueden zarandear una flor
sin perturbar a una estrella”.

Descubrirse “relación” y “en relación” es el descubrimiento fundamental de la existencia.
Es la verdadera y única iluminación.
No es algo que la mente pueda hacer. No es una comprensión racional. Es una comprensión integral, de todo nuestro ser. Una comprensión que surge desde abajo, desde las raíces.
Una comprensión que surge del olvido del “yo” y de la entrega en el amor.
¿El amor no es también relación?
Ejercitarse en la relación y en la relaciones – con la cosas, la naturaleza, las personas – es un buen camino para crecer y aprender a silenciar la mente.
Silenciada la mente, lo Uno aparece. Y nos convertíamos en cauce, como Jesús.
Nos convertimos en Silencio sobre el cual Dios toca su música.
Nos convertimos en vacío, desde el cual penetra la luz.
Y sentimos que nos respiran: es tal vez la experiencia humana más maravillosa y plena.
Somos respirados. Por eso me gusta llamar a “Dios”: el Gran Aliento.
En el Gran Aliento todo está incluido, amado y respetado en su manifestación única y original. En su forma única de manifestar la relación.
Termino con poema del místico sufí Rumi:

Vienes a nosotros
desde otro mundo.
Desde más allá de las estrellas.
Vacío, trascendente, puro,
de belleza inimaginable,
trayendo contigo
la esencia del amor.
Transformas a todo aquel tocado por ti.
Preocupaciones mundanas,
problemas y lamentos
desaparecen ante ti,
trayendo regocijo
al gobernante y al gobernado
al campesino y al rey.
Nos desconciertas
con tu gracia.
Todas las maldades
se transforman en bondades.
Eres el Alquimista Maestro.
Enciendes la llama del amor
en la tierra y el cielo,
en el alma y corazón de cada ser.
A través de tu amor
se funde la no-existencia y la existencia.
Los opuestos se unen.
Todo lo profano vuelve a ser sagrado.













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