sábado, 14 de septiembre de 2024

Marcos 8, 27-35


 

Estamos en el corazón mismo del relato de Marcos: su evangelio tiene dieciséis capítulos y hoy nos encontramos en el medio, en el capítulo ocho. En el centro Marcos nos pone la clave de interpretación.

El texto de hoy gira alrededor de la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen que soy yo?” (8, 29).

 

La clave es la identidad. ¿Quién es Jesús?

 

Todo el texto de Marcos gira alrededor de esta pregunta. Su evangelio empieza así: “Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios” (1, 1). Marcos nos dice de entrada, tajantemente, lo que quiere transmitirnos, el resumen de su mensaje; después, en los primeros siete capítulos, nos mostrará de a poco como esta identidad del maestro se va revelando, hasta llegar al culmen, nuestro texto, donde Pedro exclama: “¡Tú eres el Mesías!”. Los siguientes ocho capítulos serán la manifestación plena de su identidad divina, hasta llegar a la proclamación de fe del centurión romano viendo morir a Jesús: “¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!” (15, 39). Se cierra el círculo.

 

¿Quién dicen que soy yo?”: es la pregunta que se repite a lo largo de la historia y de los siglos. Es la pregunta que muchos evaden, la pregunta nunca muerta. Es una pregunta que, a menudo, nos atormenta.

Es, en el fondo, la única pregunta importante.

¿Por qué?

Porque la pregunta de Jesús y de Marcos tiene, obviamente, su revés: ¿Quién eres tú?

 

La pregunta sobre la identidad es inclusiva. Preguntarnos sobre la identidad de Jesús, significa preguntarnos también sobre la nuestra. La mía y la tuya: ¿Quién soy? ¿Quién eres?

 

¿Quién dicen que soy yo?”, nos pregunta el maestro.

La gran trampa y dificultad radica en que tenemos respuestas hechas y prefabricadas, que nos vienen de doctrinas y catecismos. Hemos encerrado al Misterio de Jesús en fórmulas y en títulos cristológicos: “Hijo de Dios”, “Mesías”, “Hijo de David”, “Ungido”, etcétera.

Las fórmulas y las doctrinas – por cuanto puedan indicarnos una dirección y darnos pistas validas – tienen varios inconvenientes: 

 

1)  No nos comprometen en una respuesta vital y personal. Damos una respuesta preestablecida y dada por otros. Falta tu respuesta vital y existencial, más allá de las fórmulas.

2)  Reduce el Misterio de Jesús a conceptos y perdemos toda la mística de su persona, la frescura de su Palabra, la belleza de su rostro, la novedad del Espíritu.

3)  Reduce la comprensión misma de nuestra propia identidad y de la divinidad. Perdemos el sentido del Misterio.

 

Dejemos vivir la pregunta, por favor.

Dejemos resonar, una y otra vez, la pregunta: “¿Quién dicen que soy yo?”.

 

Nos dice el monje benedictino Laurence Freeman: “No alcanzamos a descubrir la identidad de Jesús a través de cuestionamientos intelectuales o históricos. Este descubrimiento ocurre durante el proceso de apertura de nuestras profundidades intuitivas a formas más profundas y sutiles de las que estamos acostumbrados. Esto es oración, y la experiencia rápidamente deja claro que la oración es más que pensamiento. Es una penetración a un espacio interior de silencio en donde estamos conformes de estar sin respuestas, juicios o imágenes.

 

Adentrarnos en el Misterio de Jesús requiere, entonces, silencio y escucha. Requiere oración, contemplación. Requiere trascender lo puramente mental, intelectual e histórico.

 

Por eso, en toda esta aventura maravillosa de descubrimiento de la identidad de Jesús y de la nuestra, el Espíritu es central.

 

Sin el Espíritu, Jesús queda atrapado en la historia.

Sin el Espíritu, el evangelio queda letra muerta.

Sin el Espíritu, la palabra de Jesús se estanca.

Sin el Espíritu, el Misterio queda exterior y no transforma nuestra vida.

 

Fue la experiencia abrumadora de San Pablo: “de manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aún si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así” (2 Cor 5, 16).

 

Conocer a Cristo “según la carne” es conocerle con criterios puramente humanos, quedarnos atrapados en la historia, en la racionalidad, en lo psicológico.

Conocer a Cristo “según el Espíritu”, es tener un conocimiento experiencial, místico, actual, vivo, apasionante, transformador.

El Espíritu nos trae la Presencia de Jesús, hoy. El Espíritu de la Resurrección, te trae la palabra del maestro que necesitas hoy para tu vida. El Espíritu hace que Jesús el Cristo, te revele tu propia identidad.

El Espíritu nos sitúa en la única y verdadera identidad, donde comprendemos intuitivamente que lo que Jesús es, lo somos todos, que Jesús vino a revelarnos nuestra más profunda identidad: Uno con Dios, hijos de Dios.

 

Javier Melloni lo expresó así: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.”

 

Somos tuyos, Espíritu. Revélanos el rostro vivo del Cristo y revélanos nuestro auténtico rostro. Abrumados por tu luz, seremos también pura revelación de la belleza, aliento libre y sereno canto al único Amor.

 

 

 

 

 

 

sábado, 7 de septiembre de 2024

Marcos 7, 31-37


 


“Efatá” (o “effetá”) es la palabra hebrea que condensa el texto de hoy y que centrará nuestra reflexión. Decía el Papa Benedicto XVI que esta sencilla palabra “resume todo el mensaje y toda la obra de Cristo.

 

Marcos nos relata la curación de un sordomudo. Jesús está atravesando la Decápolis: un grupo de diez ciudades de influencia griega, situadas al este y sureste del Mar de Galilea; Jesús está atravesando, por tanto, una región extranjera: no es casualidad. Marcos nos está sugiriendo que “hacer oídos sordos” a la Palabra de Dios, es como vivir lejos de Casa.

 

Como siempre, detrás de un milagro de curación, está todo un mundo simbólico que el evangelista nos invita a descubrir.

La sordera, como la ceguera, es toda una metáfora. Más allá del hecho puntual del cual no podemos saber con certeza la veracidad y los detalles, lo que importa es el valor simbólico y metafórico para nosotros hoy.

Notamos el evidente valor metafórico de la sordera en el reproche que Jesús mismo le hace a sus discípulos después de la multiplicación de los panes: “Ustedes tienen ojos y no ven, oídos y no oyen” (Mc 8, 18).

 

La sordera de la cual Marcos nos habla es, justamente, la cerrazón del corazón y empalma perfectamente con el primer y más importante mandamiento: “Shemá Israel”, escucha Israel (Dt 6, 4).

No cabe duda que Jesús – como buen judío y rabino – se sabía de memoria el “Shemá Israel”: “Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5).

 

¿Cómo escuchar siendo sordo?

 

Toda la historia de Israel – y la nuestra también – se puede resumir en la constante tensión entre sordera y escucha. Dice el salmo:

 

Pero mi pueblo no escuchó mi voz,

Israel no me quiso obedecer;

por eso los entregué a su obstinación,

para que se dejaran llevar por sus caprichos.

¡Ojalá mi pueblo me escuchara,

e Israel siguiera mis caminos!” (81, 12-14).

 

Escucha y obediencia, también a nivel etimológico, van de la mano.

 

La sordera de Israel se repite para nosotros hoy, para mí y para ti: nos cuesta escuchar, nos cuesta abrirnos, nos asusta salir de lo aprendido o lo que creemos saber.  

La escucha es una de las claves, tal vez la principal, de una vida humana plena y con sentido.

Aprender a escuchar es aprender a vivir. Sin escucha, no puede haber comprensión y, sin comprensión, no hay verdadero amor ni decisiones correctas.  

Por eso Jesús lloró sobre la ciudad de Jerusalén, que no supo escuchar: “Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en ese día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42).

 

En nuestro relato aparece entonces la maravillosa palabra hebrea: Efatá, ábrete.

Jesús intenta sanar al sordo con unos gestos rituales y simbólicos, pero no tiene éxito en un primer momento. El sordo está cerrado, el sordo no quiere escuchar, no quiere sanar… no fue él a buscar al maestro, sino que “se lo presentaron”.  El sordo está cerrado en su incomunicación, en su mundo. La sordera – especialmente la espiritual – nos impide una verdadera y profunda comunicación e interrelación con los demás, con Dios y con el mundo. La sordera aísla. Es un círculo vicioso que lleva a una muerte lenta.

 

¿Cuántas personas sufren hoy por la soledad y la falta de comunicación?

¿Cuántos caen en el perverso circulo de la sordera espiritual y humana?

 

Es la terrible paradoja de la hiperconexión y comunicación. Tenemos toda la tecnología para poder comunicar y relacionarnos en tiempo real desde todos los lugares del mundo… pero no sabemos comunicar, no sabemos hablar con el vecino y la familia. Lo virtual nos esclaviza y el corazón sigue sordo. No sabemos escuchar en profundidad.

 

Jesús levanta los ojos al cielo y suspira: su aliento es el Espíritu que abre. Le dice al sordo: “efatá”. Le dice al sordo: yo no puedo hacer nada, si tú no te abres. ¡Qué extraordinario!

Se nos regala la clave de toda sanación y de todo crecimiento espiritual.

 

Un síntoma es un llamado: la escucha es el primer paso para sanar. Los síntomas del cuerpo son un llamado a la apertura y a la escucha. Los síntomas mentales y espirituales igual: los malestares, las emociones, los anhelos. Todos son mensajes de nuestra alma y del Espíritu, para que nos abramos.

 

Efatá, efatá, efatá. Tendríamos que escribir esta “palabrita mágica” y tenerla a la vista todos los días.

Abrirse es la clave. Abrir las distintas puertas de la existencia y de la comprensión. Abrirnos a nuestras capacidades ocultas, abrirnos a la sanación, abrirnos al otro, al mundo, a la realidad.

Siempre quedan puertas por abrir, puertas más profundas y bellas.

 

Por eso Jesús nos regaló otra hermosa metáfora: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn 10, 9).

Jesús es la puerta siempre abierta. Jesús nos abrió a la relación directa con Dios, con nosotros mismos y con los demás.

Jesús nos dijo, con su vida, que el Misterio de Dios es un Misterio de total apertura, de brazos siempre abiertos, como los suyos en la cruz.

Ahora nos toca a nosotros: efatá.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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