sábado, 10 de mayo de 2025

Juan 10, 27-30

 


 

Solo cuatro versículos: una belleza y profundidad infinitas.

 

Son versículos que reflejan la experiencia mística del evangelista. Podríamos detenernos horas en cada versículo.

Nos centraremos especialmente en dos.

 

Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos” (10, 28): este versículo nos llena de paz y alegría. El Espíritu de Jesús nos regala Vida eterna: ahora.

 

La Vida eterna, justamente porque es eterna, no viene “después”: en lo eterno, no hay un antes y un después. Estamos en la Vida, ya estamos participando de la Única Vida. En este preciso instante, Dios está creando el mundo, nos mantiene en el Ser y nos hace participar de Su Vida, de La Vida. “Somos”, porque estamos participando del Ser.

 

Somos eternidad experimentando el tiempo: por eso “no perecerán jamás”. Jesús y el evangelista Juan, reconocen la ilusión de la muerte. Jesús se refiere a la muerte como al sueño: “no está muerta, sino que duerme” (Lc 8, 52), le dice a los que lloran por la hija de Jairo. Lo que llamamos y experimentamos como muerte, en realidad, está aconteciendo adentro de la Vida y es, ella misma, una expresión de la Vida Una.

 

Y mientras experimentamos el tiempo, “estamos en las manos del Misterio”. Qué hermosa metáfora, que nos ofrece refugio, protección, amparo. “Nadie las arrebatará de mis manos”: tal vez San Pablo tenía en su corazón estas palabras cuando escribía a los romanos: “tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.” (8, 38-39).

 

Tal vez, también Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), tenía presente este versículo cuando escribió esta hermosa oración:

 

Oh Dios, ningún hombre te ha visto jamás.

Tú eres único, pues superas toda misericordia.

Te doy gracias con todo mi corazón,

porque no me has retirado tu mirada

cuando yo me iba hundiendo en la oscuridad.

Tú me has agarrado con tu mano divina.

 

Nuestro texto cierra con la famosa sentencia: El Padre y yo somos una sola cosa” (10, 30).

Estamos en la experiencia cumbre de toda mística. Todo camino espiritual apunta ahí; todo camino místico se centra ahí. Toda experiencia contemplativa, nos lleva ahí.

Toda autentica espiritualidad nos lleva a descubrir lo Uno y a enamorarnos de la unidad. También el camino de la filosofía llega a la misma conclusión: el Principio Originario y Original tiene que ser Uno.

Lo Uno, en su revelación y expansión, entra en la dinámica de la unidad y la distinción: la creación. Unidad y distinción, conviven simultáneamente en lo Uno. Nuestro acceso y nuestra experiencia de lo Uno, pasa por abrazar la diferencia y reconducirla, sin negarla, a la unidad.

 

Si lo pensamos bien, es nuestra experiencia cotidiana y muy concreta.

 

Todo esto nos regala, entonces, un camino esencial: en primer lugar y en primera instancia, la unidad, se descubre.

Solo después, se construye.

Ya somos Uno, porque venimos de lo Uno, lo Uno nos sostiene y nos mantiene en el Ser. La raíz de todo lo que existe es lo Uno.

Por eso, no somos nosotros que tenemos que crear la Unidad. La unidad ya es y es la ley esencial de la Vida. Cuando descubrimos por experiencia personal esta unidad ya presente, entonces podemos construir la unidad en nuestro mundo y en todas las circunstancias y situaciones.

 

Somos constructores de una unidad que preexiste y nos precede. Nuestra labor consiste en dar visibilidad a esta unidad y en hacerla historia y carne.

 

Reconocer que la unidad nos precede y que ya vivimos en lo Uno, nos ofrece paz y entusiasmo en nuestro caminar y en nuestro trabajo cotidiano de ser constructores de esta misma unidad.

 

 

 

 


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