sábado, 21 de junio de 2025

Lucas 9, 11-17


 


No tenemos más que cinco panes y dos pescados” (9, 13): es muy poco, casi nada, para dar de comer a cinco mil hombres.

 

Cinco mil: el número es una hipérbole y, con toda probabilidad, el relato es una catequesis de Lucas. Lo podemos también ver de la anotación: “a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos” (9,13): ¿Cómo los discípulos podían tener tanto dinero? ¿Y con medios traer alrededor de 800 kg de pan? ¿Y cuánto tiempo les llevaría? Sin contar los pescados… 

 

Lucas quiere transmitirnos un mensaje muy profundo y siempre actual.

Los discípulos experimentan pobreza y escasez.

¿No es acaso también, nuestra experiencia?

 

Los cinco panes y los dos pescados simbolizan nuestra pobreza, nuestra fragilidad. Son también la metáfora de la desproporción entre nuestra escasez y nuestras capacidades por un lado y el llamado, la misión, la vocación, por el otro. Muchas veces nos sentimos inadecuados, incapaces. Percibimos la escasez de talentos y medios y sentimos que la profundidad y el alcance del llamado, nos superan por completo.

 

¿Quién se siente capacitado para ser madre o ser padre?

¿Quién se siente completamente capacitado para su trabajo?

¿Quién tiene todos los medios para hacer lo que desea?

 

Y, sobre todo: ¿quién se siente capacitado para transformar el mundo, empezando por su entorno?

 

Con frecuencia experimentamos que el anhelo del corazón no va al compás de nuestras fuerzas.

 

Señor Jesús, Espíritu de amor,

no tengo que cinco panes y dos pescados.

Solo tengo mis manos,

y una mirada de amor.

¿Qué es eso para cambiar el mundo?

 

Me siento frágil y pequeño,

mi corazón tiene un amor infinito,

pero mi carne es débil,

el tiempo es corto y tengo heridas.

¿Cómo puedo alimentar tanta gente?

 

Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición” (9, 16): el evangelio nos regala una pista, tal vez, una clave.

 

Nuestra escasez, nuestra fragilidad, la desproporción que sentimos, nos son obstáculos: ¡son el camino!

Todo lo puedo en aquel que me da la fuerza” (Fil 4, 13), nos recuerda San Pablo.

 

Tenemos que seguir el movimiento espiritual del maestro Jesús: tomar, levantar los ojos, bendecir.

 

Tomemos nuestra pobreza y nuestra fragilidad, en nuestras manos. Dios quiere manifestarse a través de nuestra fragilidad: “nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4, 7).

 

El movimiento espiritual empieza por asumir la pobreza, la herida, la fragilidad.

¡Toma en tus manos, tus cinco panes y tus dos pescados!

 

Jesús levanta los ojos al cielo: ¡levantar la mirada!

Es la invitación del profeta Oseas: “se los llama hacia lo alto, pero ni uno solo se levanta” (11, 7) y también la del salmo, que muy probablemente resonaba en el corazón de Jesús: “Levanto mis ojos a las montañas: ¿de dónde me vendrá la ayuda? La ayuda me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (121, 1-2).

Levantar la mirada, como Jesús, es referir nuestra pobreza a Dios. Todo es un don y todo tiene un sentido, cuando descubrimos la Presencia de Dios. Cuando no encontramos un sentido, hay que levantar la mirada, mirar a Dios, buscar a Dios.

 

El último movimiento del maestro, es la bendición.

Asumir, mirar a lo alto y, al final, bendecir.

Bendecir es reconocer la Presencia, es agradecer por todo, también por nuestra fragilidad e incapacidad. Es reconocer que Dios se sirve de lo frágil para manifestarse. Es reconocer que todo es bendición y que siempre Dios nos está bendiciendo. Podemos bendecir, porque somos bendecidos.

 

Es la bellísima y extraordinaria fe de Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!” (1, 21).

 

Te bendigo, Espíritu de amor.

Bendigo mi pobreza y mi fragilidad

y te reconozco presente y vivo.

Confío, espero, amo.

 

En mis panes y mis pescados,

estás Tú, actuando, sanando, salvando.

Bendigo mi dolor, mi escasez y mis anhelos,

Espíritu de amor, que todo lo llenas.

 

 

 


sábado, 14 de junio de 2025

Juan 16, 12-15


 

“Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora”: en esta fiesta de la Santísima Trinidad, el texto evangélico se abre con esta provocación que Juan pone en los labios de Jesús.

 

La comprensión espiritual es un camino y un proceso: tener todo esto asumido y claro, nos ahorrará sufrimiento inútil y nos instalará en una serenidad de fondo.

 

Vamos creciendo y, mientras crecemos, integramos más realidad y más verdad. El evangelio nos recuerda que Jesús mismo iba creciendo: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).

 

Nuestra fe también está llamada a evolucionar y a crecer. Nuestra comunión con Dios está llamada a evolucionar y a crecer.

Es paradójico y preocupante como, en muchas personas, se da un estancamiento de la fe: la persona crece físicamente, puede crecer intelectualmente, pero su fe y su experiencia de Dios quedan ancladas y estancadas en el catecismo que recibió en la niñez. Es una clara evidencia de cierta disociación entre fe y vida.

 

El Misterio de Dios, eterno, infinito e inmutable en su esencia, se nos revela en el tiempo, en la materia, en la historia: somos nosotros que tenemos que integrar cada vez más eternidad en el tiempo, cada vez más lo infinito en lo finito y lo inmutable en lo pasajero.

 

Esta obra la hace el Espíritu, dependiendo también de nuestra apertura y disponibilidad. Recordamos la contundente invitación de Maestro Eckhart: “Si estuviera tan disponible y encontrara Dios tanto espacio en mí como en nuestro Señor Jesucristo, también a mí me inundaría con su plenitud. Porque el Espíritu Santo no puede contenerse de fluir y darse en todo espacio que se le abre y en la medida en que encuentra ese espacio.

 

El Espíritu nos va guiando en la comprensión, según un ritmo propio, individual y personal: nadie crece al ritmo de otro. La originalidad y unicidad de cada ser humano se manifiesta también en el crecimiento espiritual. El Espíritu no fuerza los procesos y no presiona la libertad: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3, 20).

 

La clave entonces está en abrir, en abrirnos: abrir la mente y abrir el corazón. Decir que “si” a la vida e ir integrando todo lo que la vida nos presenta, desde todas las dimensiones.

 

Parece fácil, pero no lo es tanto. Tantas cosas nos empujan a cerrarnos: los miedos, los prejuicios, las necesidades básicas de seguridad y de contención emocional, la tendencia al egoísmo, la idealización del amor.

 

Somos vasijas de barro, nos recuerda San Pablo: Nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4, 7).

Somos vasijas de un barro fresco, siempre moldeable y ampliable. Sin duda Pablo, escribiendo a los corintios, tenía grabada en el corazón, la hermosa metáfora del profeta Jeremías: “como la arcilla en la mano del alfarero, así están ustedes en mi mano” (Jer 18, 6).

 

El Espíritu, desde nuestra apertura y disponibilidad, quiere ampliarnos, agrandar nuestra capacidad de recepción.

¿Para qué? Para que entre más luz. Es la función esencial del mecanismo psicoespiritual del deseo y la insatisfacción. Somos seres de deseos: la función del deseo que nos habita es, justamente, la de ampliar nuestra vasija para recibir más luz… pero esta luz es infinita y por eso, nuestro deseo esencial nunca se apagará. Por suerte. Si se apaga estamos en problemas y nos visitarán varios síntomas: depresión, frustración, angustia, vacío.

 

Siempre nos movemos entre el deseo de infinito, una parcial y momentánea satisfacción y otra vez la insatisfacción… para que sigamos deseando y abriéndonos a la luz. Es el eje del crecimiento espiritual y es el motor del universo entero. Es la ley esencial de la revelación de Dios y del trabajo evolutivo del Espíritu en la consciencia humana y cósmica.

 

Simone Weil, desde su increíble honestidad y valentía, lo expresa así: “La gracia llena los espacios vacíos, pero sólo puede entrar donde hay un vacío para recibirla, y es la gracia misma la que crea este vacío.

Me parece una intuición maravillosa.

 

Nuestras experiencias de vacío – elsin sentido”, el sufrimiento psíquico o moral, la soledad, los conflictos – son herramientas del Espíritu para movilizarnos y abrirnos.

 

Lo esencial entonces es ver la vida desde esta perspectiva: un proceso de apertura y crecimiento, de aprendizaje del amor y de entrega a la luz. La vida deja de ser una competencia y una lucha estéril o angustiosa. Se convierte en don, regalo, aventura, belleza.

 

Ver nuestro camino existencial así, nos instala en la paz de Dios, esa maravillosa paz que Pablo define así: “la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Fil 4, 7).

 

 

 


sábado, 7 de junio de 2025

Juan 20, 19-23


 


Celebramos hoy la maravillosa fiesta de Pentecostés: la efusión del Espíritu Santo.

 

Los discípulos están con miedo y están con las puertas cerradas: no solo las puertas de su casa, sino las puertas del corazón.

 

El miedo es una de las emociones básicas del ser humano. Es la emoción que se ocupa de nuestra supervivencia, protección y seguridad.

El problema y el desafío consisten en que – este mismo miedo – casi siempre excede su función y toma el control de nuestra existencia: con frecuencia es un miedo aumentado, exagerado y, no pocas veces, ilógico e irreal.

 

Entonces el miedo no nos ayuda: bloquea la vida, la creatividad, las relaciones humanas. Es un miedo que frena nuestro crecimiento y expansión. Y los más preocupante: es el miedo que se opone e impide el amor.

 

En nuestro texto queda muy claro el proceso dinámico y espiritual de los discípulos: desde el miedo a la paz, desde el miedo a la alegría, desde el miedo a la apertura y a la misión.

 

Es el Espíritu el gran artífice de este cambio y proceso. El Espíritu va transformando nuestros miedos en paz, en alegría, en dinamismo y en expansión.

 

La iglesia cristiana ortodoxa tiene en su centro al Espíritu: es una iglesia eminentemente pneumatológica y nos recuerda que la obra esencial del Espíritu es divinizarnos, llevar a plenitud nuestra identidad de hijos de Dios, llevar a su perfección el sello y semilla de la “imagen y semejanza” de la creación (Gen 1, 26-27).

 

Este proceso del Espíritu pasa necesariamente por etapas: purificación, iluminación, unión. Etapas progresivas y simultaneas a la vez.

Cuanto más nos abrimos al Espíritu y cuanto más lo dejamos actuar, más ágil y profunda será su obra.

 

San Simeón el Nuevo Teólogo, monje bizantino del año mil, es el místico del Espíritu y el místico de la Luz.

Escribe: “dejémonos arrebatar en Espíritu en esta misma vida verdadera hasta el tercer cielo, o mejor, espiritualmente hasta el cielo mismo de la Santa Trinidad.

 

El Papa Benedicto XVI, con su lucidez, analiza el legado de Simeón y nos invita a dejarnos guiar por su sabiduría y experiencia:

 

Simeón concentra su reflexión sobre la presencia del Espíritu Santo en los bautizados y sobre la conciencia que deben tener de esta realidad espiritual. La vida cristiana —subraya— es comunión íntima y personal con Dios; la gracia divina ilumina el corazón del creyente y lo conduce a la visión mística del Señor. En esta línea, Simeón el Nuevo Teólogo insiste en el hecho de que el verdadero conocimiento de Dios no viene de los libros, sino de la experiencia espiritual, de la vida espiritual. El conocimiento de Dios nace de un camino de purificación interior, que comienza con la conversión del corazón, gracias a la fuerza de la fe y del amor; pasa a través de un profundo arrepentimiento y dolor sincero de los propios pecados, para llegar a la unión con Cristo, fuente de alegría y de paz, invadidos por la luz de su presencia en nosotros. Para Simeón esa experiencia de la gracia divina no constituye un don excepcional para algunos místicos, sino que es fruto del Bautismo en la existencia de todo fiel seriamente comprometido.

 

El Espíritu nos habita, nos sostiene y quiere llevarnos a la plena consciencia de nuestra identidad. El Espíritu, que es la Luz, quiere convertirnos en luz.

 

¿No es extraordinario?

¿Lo dejamos actuar, por favor?

 

Terminemos con la última parte del himno 21 de nuestro Simeón, himno de una belleza conmovedora y una profundidad insondable. Necesitamos leerlo varias veces, lentamente y desde el alma.

Podría ser nuestra lectura para comenzar cada día.

 

¡Busca el Espíritu!

Posiblemente Dios te consolará y te dará,

como ya te dejó ver el mundo

y el sol y la luz de día,

sí, se dignará iluminarte ahora del mismo modo.

 

Te iluminará con la luz del Sol Triple.

Aprenderás entonces de la gracia del Espíritu:

que, hasta ausente, está presente por su poder

y que, presente, no lo vemos a causa de su naturaleza divina,

y que él está por todas partes y en ninguna.

 

Si buscas verlo de manera sensible,

¿dónde lo encontrarás?

En ninguna parte, simplemente dirás.

Pero si tienes la fuerza de mirarlo espiritualmente,

será él mismo quien alumbrará tu espíritu

y abrirá los ojos de tu corazón.

 

 

 


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