“No tenemos más que cinco panes y dos pescados” (9, 13): es muy poco, casi nada, para dar de comer a cinco mil hombres.
Cinco mil: el número es una hipérbole y, con toda probabilidad, el relato es una catequesis de Lucas. Lo podemos también ver de la anotación: “a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos” (9,13): ¿Cómo los discípulos podían tener tanto dinero? ¿Y con medios traer alrededor de 800 kg de pan? ¿Y cuánto tiempo les llevaría? Sin contar los pescados…
Lucas quiere transmitirnos un mensaje muy profundo y siempre actual.
Los discípulos experimentan pobreza y escasez.
¿No es acaso también, nuestra experiencia?
Los cinco panes y los dos pescados simbolizan nuestra pobreza, nuestra fragilidad. Son también la metáfora de la desproporción entre nuestra escasez y nuestras capacidades por un lado y el llamado, la misión, la vocación, por el otro. Muchas veces nos sentimos inadecuados, incapaces. Percibimos la escasez de talentos y medios y sentimos que la profundidad y el alcance del llamado, nos superan por completo.
¿Quién se siente capacitado para ser madre o ser padre?
¿Quién se siente completamente capacitado para su trabajo?
¿Quién tiene todos los medios para hacer lo que desea?
Y, sobre todo: ¿quién se siente capacitado para transformar el mundo, empezando por su entorno?
Con frecuencia experimentamos que el anhelo del corazón no va al compás de nuestras fuerzas.
Señor Jesús, Espíritu de amor,
no tengo que cinco panes y dos pescados.
Solo tengo mis manos,
y una mirada de amor.
¿Qué es eso para cambiar el mundo?
Me siento frágil y pequeño,
mi corazón tiene un amor infinito,
pero mi carne es débil,
el tiempo es corto y tengo heridas.
¿Cómo puedo alimentar tanta gente?
“Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición” (9, 16): el evangelio nos regala una pista, tal vez, una clave.
Nuestra escasez, nuestra fragilidad, la desproporción que sentimos, nos son obstáculos: ¡son el camino!
“Todo lo puedo en aquel que me da la fuerza” (Fil 4, 13), nos recuerda San Pablo.
Tenemos que seguir el movimiento espiritual del maestro Jesús: tomar, levantar los ojos, bendecir.
Tomemos nuestra pobreza y nuestra fragilidad, en nuestras manos. Dios quiere manifestarse a través de nuestra fragilidad: “nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4, 7).
El movimiento espiritual empieza por asumir la pobreza, la herida, la fragilidad.
¡Toma en tus manos, tus cinco panes y tus dos pescados!
Jesús levanta los ojos al cielo: ¡levantar la mirada!
Es la invitación del profeta Oseas: “se los llama hacia lo alto, pero ni uno solo se levanta” (11, 7) y también la del salmo, que muy probablemente resonaba en el corazón de Jesús: “Levanto mis ojos a las montañas: ¿de dónde me vendrá la ayuda? La ayuda me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (121, 1-2).
Levantar la mirada, como Jesús, es referir nuestra pobreza a Dios. Todo es un don y todo tiene un sentido, cuando descubrimos la Presencia de Dios. Cuando no encontramos un sentido, hay que levantar la mirada, mirar a Dios, buscar a Dios.
El último movimiento del maestro, es la bendición.
Asumir, mirar a lo alto y, al final, bendecir.
Bendecir es reconocer la Presencia, es agradecer por todo, también por nuestra fragilidad e incapacidad. Es reconocer que Dios se sirve de lo frágil para manifestarse. Es reconocer que todo es bendición y que siempre Dios nos está bendiciendo. Podemos bendecir, porque somos bendecidos.
Es la bellísima y extraordinaria fe de Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!” (1, 21).
Te bendigo, Espíritu de amor.
Bendigo mi pobreza y mi fragilidad
y te reconozco presente y vivo.
Confío, espero, amo.
En mis panes y mis pescados,
estás Tú, actuando, sanando, salvando.
Bendigo mi dolor, mi escasez y mis anhelos,
Espíritu de amor, que todo lo llenas.