sábado, 2 de marzo de 2019

Lucas 6, 39-45



Seguimos con el discurso de las bienaventuranzas y hoy también el texto nos ofrece pistas y sugerencias fundamentales para nuestro caminar, respirar y vivir.

¿Puede un ciego guiar a otro ciego?” (6, 39): comienza así nuestro texto. Comienza con esta clara advertencia de Jesús.

El tema de la ceguera siempre fue muy presente en la historia de la espiritualidad y en las religiones.
En casi todas las tradiciones espirituales la plenitud de vida y el encuentro con Dios se transmite justamente a través de la iluminación y la visión. Los cristianos hablamos de Cristo como luz y Cristo Luz. El mismo evangelio de Juan lo afirma rotundamente: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).

Salir de la ceguera y aprender a ver es entonces fundamental.
El tema es complejo y solo nos orienta y nos salva una profunda autenticidad: ¿quién puede decir que ve y quien no? ¿Quién puede decir a otro que no está viendo? ¿Quién y cómo se evalua la visión?
Necesitamos ser auténticos y humildes a lo hora de ver.
El mismo Jesús vio la complejidad del asunto:
He venido a este mundo para un juicio: para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven. Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Acaso también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió: «Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: “Vemos”, su pecado permanece».” (Jn 9, 39-41).

¿Cómo salir de la ceguera?
¿Por donde arranca el camino de la iluminación y de la visión?

Sin duda por uno mismo, como siempre. Y sin duda alguna dejando de lado el juicio.
Una cosa es cierta: cuando juzgamos – a nosotros mismos, a los demás, a una situación – no estamos viendo. Somos ciegos.

Jesús lo dice con la famosa imagen de la paja y la viga.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (6, 41)
Esta simple, conocida y repetida frase concentra siglos de avances en la ciencia psicologica. Jesús que no era psicologo pero como hombre interior y maestro de contemplación había descubierto una de la verdades más profundas y revolucionarias de la psique humana.
Tal vez el primero que dio forma y color a esta verdad fue el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung con su teoria sobre la sombra.
Podemos resumir así: lo que veo en el otro que me molesta y duele tiene que ver más conmigo que con el otro. El otro es simple espejo de lo que no he resuelto en mí.

Tan simple la cuestión como tan esencial y revolucionaria: si la practicaramos. Si la practicaramos…

El otro es siempre mi maestro, como yo por otra parte soy también maestro.
Todos somos a la vez, maestros y discipulos. ¡Qué maravilla!
Por eso que Jesús dijo: “no se hagan llamar “maestro”, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen “padre”, porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco “doctores”, porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías” (Mt 23, 8-10).
La Vida es la única Maestra: bien lo sabemos. Jesús es maestro y se sabe maestro porque es Uno con la Vida. ¡Qué belleza y que sabiduría!

¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (6, 41)
El otro entonces es espejo que me refleja mi zonas de sombras, mis heridas, mis fragilidades. El otro me refleja los aspectos que requieren que yo los reconozca, acepte, asuma y transforme en luz. El otro, sobre todo, me dice cuanto lejos estoy de Casa.
Especialmente cuando el otro – persona o situación – es causa de dificultades y dolor es un signo elocuente que me sugiere cuan lejos estoy de mi Fuente y de mi Casa. La Casa del Ser, la Casa del Amor.

El otro es siempre un maestro que me devuelve a mí mismo, que me invita a encontrarme, aceptarme, amarme, perdonarme.
La clave está en escuchar nuestra sensibilidad y emotividad. El espejo siempre va a tocar las cuerdas emotivas de nuestro ser y mucho menos las racionales.

Pongamos un par de ejemplos, simplificando mecanismos espirituales y psíquicos muy complejos.

Si estoy escuchando en el informativo un suceso de violencia y esto mueve mi emotividad – rabia, enojo, violencia – es un signo evidente que esa misma violencia está en mi interior y no está resuelta. El hecho exterior me recuerda que estoy afuera de mi propio centro y tengo heridas para asumir, sanar, transformar. La violencia que escuché o que vi en el informativo tiene que ver más conmigo que con el hecho en sí.

El otro. Si leyendo esta reflexión – más allá que racionalmente puedo no compartirla u opinar distinto – mi sentir y mi emotividad se mueven en el sentido del juicio, del rechazo, de la cerrazón “el problema” es más del lector que del autor de la reflexión. La reflexión está reflejando en el lector sus heridas no resueltas y sus deseos de apertura y libertad reprimidos.
De vez en cuando mis reflexiones suscitan algún tipo de rechazo o juicio especialmente en los sectores conservadores de la iglesia. Más allá de las opiniones diferentes – sumamente aceptables y respetables – si las reflexiones generan malestar emocional “el problema” no es mío, sino de aquel – persona o institución que sea – que se siente afectado.
Las reflexiones van a “tocar” – hacen de espejo – algo no resuelto, no reconocido o reprimido. Puede que la persona (o la institución) sea rígida y cerrada con ella misma y por no lograr verse así (no se reconoce) condena y juzga la reflexión. O puede que la persona (o institución) tiene mucho deseos de apertura y liberación pero no se permite dar cabida a estos deseos (el tremendo peso de lo racional) y por eso lo reprime condenando “afuera” (la reflexión) lo que no acepta “adentro”.

La clave está en la paz. La profunda paz y alegría del corazón nos dicen siempre la verdad y nos guían por el sendero correcto.
Una emotividad en paz y que puede expresar un sentir distinto y hasta una critica desde esa misma paz es el signo de una persona resuelta, madura, centrada. La persona está en Casa, en el Amor.
Cuando estamos en nuestro Centro, cuando vivimos desde el Amor que somos, solo puede haber Paz y Calma. Esa Paz y esa Calma me dirán si estoy en Casa o me salí.

Si somos honestos siempre nos daremos cuenta que es nuestra viga en el ojo la que nos impide ver bien.
Nos volveremos de esta manera agradecidos con cualquier otro y cualquier situación.
Este camino de lucidez nos llevará a volver a nuestra esencia y a comprender que todo depende de nuestra visión.
Nos son las situaciones externas, por cuantos duras pueden ser o parecer, no son los demás la causa de mi infelicidad o mis problemas: es mí ceguera.

No estoy viendo la belleza siempre presente y desbordante. No estoy viendo la Presencia del Amor que soy, que es y que todo llena. No estoy viendo porque en el fondo, tengo miedo, estoy juzgando y me estoy juzgando.

La luz. Necesitamos esta luz, la luz de la visión, la luz de la transparencia. Necesitamos esta luz y necesitamos de dejar de culpar a los demás y al mundo por nuestros “males”. Nadie tiene la culpa, la culpa no existe.
Existe la ceguera. Y salir de la ceguera es el único camino para ver esa misma Luz, siempre presente.

Salir de la ceguera es el único camino para ver que solo el Amor es y existe. Hasta que no veo esto y no estoy profundamente en paz, no estoy viendo bien.

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