sábado, 16 de marzo de 2019

Lucas 9, 28b-36



El hermoso relato de la Transfiguración es una narración pos pascual (escrita después de la muerte y resurrección de Jesús) y simbólica. No tiene nada o casi nada de histórico. Lucas a la luz de la Pascua y de la experiencia del Resucitado construye un relato para dar solidez a la divinidad de Jesús también antes de la Pascua.

El texto está repleto de símbolos que se refieren al Antiguo Testamento y que expresaban una manifestación (teofanía) de la divinidad: monte, nubes, luz, voz, miedo, carpas.
Lucas quiere subrayar con fuerza la unicidad y singularidad de Jesús: “Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo” (9, 35). La presencia de Moisés y Elías representando la ley y los profetas trae al texto lo central de la fe judía.
Todo está presente. No falta nada.
Lucas sugiere: en Cristo todo se centra y se concentra.

En este punto descubrimos el maravilloso y eterno mensaje.
El hecho que la Transfiguración no sea histórica no quita nada de su importancia, valor y belleza. Es un texto con un mensaje maravilloso y siempre actual.
Nuestro sentido histórico moderno es tan reduccionista que nos hace perder de vista al Misterio eterno e indecible. Hemos caído en un historicismo superficial, frágil, pesimista.

Lo real va más allá de lo histórico: lo abraza, le da espesor y sentido y lo trasciende.

Tal vez solo la poesía puede susurrarlo: “Haber sido inmortal trasciende el llegar a serlo”, afirma la poetisa norteamericana Emily Dickinson (1830-1886).

El relato de la Transfiguración nos quiere decir lo único que vale la pena escuchar, lo único eterno, lo único con sentido, lo único por lo cual vale la pena quebrar – por un momento – el silencio: cómo Jesús y en Jesús, somos luz.
Es un relato de identidad: nos dice quienes somos. La belleza y la fuerza de este texto está justamente en eso: nos revela a nosotros mismos.
Somos luz, somos Jesús. Cristo es nuestra identidad más profunda.
¿Hay mensaje más hermoso?
Personalmente no quiero escuchar otra cosa, no necesito escuchar otra cosa. A veces me toca hablar y me aburro de mí mismo. Escuché el Silencio y la única Palabra digna de romperlo: me es suficiente. Me llena la existencia.

Podemos entender el mensaje de la Transfiguración abriendo una ventana sobre la creación, así como lo hace Maestro Eckhart:
Dios creó todas las cosas de manera tal que ellas no están afuera de Él, como las personas ignorantes piensan equivocadamente. Las creaturas, más aún, fluyen desde Dios, y a la misma vez, permanecen en Dios”.

La experiencia de la Transfiguración – experiencia de identidad – tan importante y tan radical es regalo para todos y la podemos preparar con el silencio y la escucha: justo dos de los elementos fundamentales de nuestro texto y del tiempo de Cuaresma que estamos viviendo.
Silencio y escucha nos conectan con otro nivel de nuestro ser.
Descubrir que nuestra identidad es la luz, es Cristo no es y no puede ser una operación mental, un esfuerzo moral, una investigación filosófica.
Justamente porque nuestra identidad hunde sus raíces en el corazón del Misterio.
Misterio que está envuelto en nubes y oscuridad. Nuestra razón tan egoica debe ceder humildemente al silencio y a la escucha. Debe rendirse al Misterio.

Cuesta esta humildad y esta visión.
Cuesta a la ciencia, muchas veces arrogante.
Cuesta a la jerarquía eclesiástica y a todas las instituciones, encandiladas por doctrinas y poder.
El “falso yo” – nuestro ego – está siempre presente y nos atrapa fácilmente con sus miedos.
Nos preguntamos con lucidez:
¿Podemos ser lo que cambia y muere?
¿Podemos ser nuestro cuerpo, mente, sentimientos, emociones?
Todo esto es sumamente frágil, inestable, perecedero.
Nuestra verdadera identidad está más allá, custodiada en las entrañas amorosas del Misterio, custodiada por una luz inextinguible.
Este es el mensaje eterno y maravilloso de la Transfiguración, metáfora de nuestra verdadera identidad.
Jean Sulivan lo dice así: “Jesús es lo que acontece cuando Dios habla sin obstáculos en un hombre”.
Martínez Lozano lo explica de esta manera:
“Lo que es Jesús, lo somos todos. Lo que sucede es que nos da miedo reconocerlo y continuamos en la ignorancia que nos reduce al pequeño yo o ego, con el que nos hemos identificado. Y para nuestro yo resulta más sencillo, más cómodo e incluso más “sensato” colocar a Jesús en una peana elevada, rindiéndole culto, que verlo como un “espejo” que está reflejando lo que ya somos todos. Nos da más miedo la luz que la oscuridad: y es precisamente ese miedo el que nos impide hacer nuestras las palabras de Jesús.

Reiteramos la intuición poética de Emily Dickinson: Haber sido inmortal trasciende el llegar a serlo.
Somos inmortales, porque somos luz. Somos inmortales porque somos vida divina – Cristo viviente – expresándose en nuestra frágil humanidad. Esta identidad trasciende (va más allá) y es el sostén del anhelo mismo de la inmortalidad.
Quién ha visto una vez, ha visto para siempre y desde siempre.

Termino con una invitación del monje cristiano Thomas Merton:
Quédate en silencio,
escucha las piedras de los muros,
quédate callado y después,
intenta decir tu nombre,
escucha las paredes vivas.
¿Quién eres tú?
¿Quién eres tú?

¿Desde cual silencio provienes?”

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