sábado, 4 de mayo de 2019

Juan 21, 1-14




El hermoso texto que hoy se nos presenta es un apéndice tardío al evangelio de Juan, un agregado que por una lado intenta transmitir al lector la experiencia del Resucitado y por el otro se centra en las dos figuras centrales y emblemáticas de la iglesia naciente: Pedro y Juan. Pedro que representa más la parte institucional y organizativa de la iglesia y Juan que expresa más la parte carismática y espiritual.

El texto es simbólico y si no nos comprometemos con esta lectura simbólica nos iremos perdiendo en callejones sin salida.

¿Por qué nuestro autor escribe un relato simbólico?

La respuesta es tan simple como profunda: la experiencia directa e inmediata del Resucitado no es comunicable a través del lenguaje común muy ligado al concepto y a la abstracción.
Reconocer el limite del lenguaje humano para transmitir y comunicar la experiencia de Dios es una etapa fundamental – a menudo etapa de crisis – para abrirnos a otros lenguajes: intuición, símbolo, silencio.

La experiencia pascual – centro de nuestro texto y de todo el evangelio – no puede ser dicha.

¿Cómo decir el cruce de miradas de los enamorados?
¿Cómo decir el canto del ruiseñor al entrar la noche?
¿Cómo decir la primera mirada del bebé recién nacido?
¿Cómo decir el sabor del chocolate caliente en una noche de invierno?
¿Cómo decir la perfección de una margarita o de la hoja de un roble?

Quién tiene la experiencia pascual no necesita decir nada, simplemente la vive. Quién no la tiene, intenta explicar, perdiéndose en los conceptos, lo que no vivió.

La Pascua es Vida, Cristo es Vida.
La Vida no se explica y no exige explicación.
La Vida pide ser vivida, pide vivirnos.
Solo desde este profundo y enamorado arraigo en la Vida, las palabras cobran sentido y el lenguaje encuentra su humilde cauce: poesía, símbolo, mito, metáfora, silencio.

En nuestro simbólico texto los discípulos están en su sencilla cotidianidad, sencilla como la nuestra.

Al amanecer, Jesús estaba en la orilla” (Jn 21, 4): amanece en nuestra vidas cuando percibimos la Presencia del Resucitado, cuando experimentamos la Presencia de Dios.
Presencia siempre presente, pero a menudo no reconocida.
¡Es el Señor!” (Jn 21, 7): el discipulo del amor lo reconoce y deja que su corazón lo grite, lo exprese. Solo el amor reconoce la Presencia siempre presente.
A veces necesitamos que alguien enamorado nos sugiera o anuncie la Presencia.
La clave del reconocimiento está en la mirada del amor y desde el amor.
Muchas veces nuestra cotidianidad se tiñe de ausencia porque miramos con miedo y desde el miedo, y el miedo impide reconocer la Presencia.
Donde hay miedo el amor es imposible. Donde se mira con miedo es imposible mirar con amor.
Al reconocer la Presencia siempre presente la cotidianidad se transforma por sí sola: hay comida, fiesta, amistad, comunión, compartir.
La noche oscura de la supuesta ausencia y de la inutil pesca se convierte en el amanecer de una Presencia que todo lo llena y en la abundancia de una facil pesca.

Todo está en hundirse en la experiencia, como la red en el mar. Hundirse en la maravillosa Vida que nos vive y que se expresa y manifiesta en nuestra simple y fragil cotidiaidad.
Todo está en callar la mente que etiqueta, evalua, juzga y discrimina.
¿Importará tirar la red a la derecha? ¿Importarán los 153 peces?
Detalles que solo cobran sentido si los tomamos como invitación a la confianza y simbolo de la Presencia desbordante del Amor.

Silenciar la mente nos hunde en el maravilloso Oceano del Amor – pura experiencia del Dios que es Vida y del Cristo Viviente y Presente – que vive en nuestro interior y que expresa lo que somos.

Hundidos en este Oceano pacifico, surgirá, cuando sea necesario, una humilde y silenciosa palabra.
Palabra de fuego, real, consistente y necesaria.
Palabra purificada por la experiencia.
Palabra que se transforma en canto y poesía.
“Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea”  
– Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)







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