sábado, 7 de marzo de 2020

Mateo 17, 1-9



¿Cómo te sentirías si te diría que todo está bien, que eres perfecto, que en tu esencia eres pura luz?
Tomate unos minutos para escuchar una respuesta verdadera, que no sea mental, sino que surja del corazón.

Bueno, esto es lo que te dice el evangelio hoy.
En este segundo domingo de Cuaresma la iglesia nos propone el hermoso y fascinante texto de la Transfiguración.

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado” (17, 1): empieza así nuestro texto.
El primer y decisivo paso es “dejarse tomar” por Jesús, por su Espíritu decimos hoy. Como vimos el domingo pasado el Espíritu condujo a Jesús al desierto. Hoy es este mismo Espíritu, que lo llena todo con su Presencia, que conduce nuestra historia y la historia de la humanidad.
La pregunta es la misma de la semana pasada:
¿Nos dejamos aferrar por el Espíritu? ¿Nos dejamos aferrar por la Vida?

El Espíritu nos lleva al desierto y nos lleva a un monte elevado, como ocurre hoy con Jesús, Pedro, Santiago y Juan.
Desierto y montaña son lugares de una experiencia espiritual. Lugares simbólicos del corazón humano. Lugares neutros y polifacéticos: de intimidad con Dios o de profunda soledad, de purificación o consolación, de dolor o gozo.
Todo depende, todo es relativo.
Depende de nuestra entrega y disponibilidad y de los tiempos del Espíritu.
La madurez humana y espiritual avanza por procesos.
Cuando nos dejamos llevar y nos entregamos al proceso de la Vida – que es al mismo tiempo el proceso del Espíritu – seremos transfigurados. Como Jesús y como Pedro, Santiago, Juan que participan de su transfiguración.
¿Qué es lo que ocurre en la Transfiguración?
En su esencia la Transfiguración es una experiencia de luz para Jesús y sus amigos más íntimos. Tal vez los demás no estaban porque Jesús no los consideraba todavía prontos para vivir dicha experiencia. Cada cual con sus tiempos y procesos.

La luz de la Transfiguración revela nuestra identidad profunda.
Este es el mensaje central y transformador.
Revelando la esencia divina de Jesús, revela también la nuestra.
Somos luz. Nuestra esencia es eterna y divina. Esta esencia luminosa se reviste de nuestra carne mortal y nuestra historia terrena. Se reviste de espacio, tiempo, condicionamientos, límites.
Somos luz en forma humana. Somos el Infinito que se expresa en el tiempo y como tiempo. Luz que se refracta y asume infinitos matices de colores.
En esa experiencia luminosa de nuestra identidad todo se concentra y resume: Moisés y Elías traen toda la historia y la vivencia de Israel y la simbólica voz del cielo revela la Presencia del Misterio que todo lo envuelve y todo lo sostiene en el Ser.

Esta experiencia nos desborda por completo y por eso asusta: “los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor” (17, 6).
Es la experiencia común a todos los místicos y a todos lo que se entregan al Misterio: la percepción de la pequeñez humana y la asombrosa y desbordante maravilla de la Luz que nos envuelve.
Levántense, no tengan miedo” (17, 7): Jesús invita a sus amigos a superar el miedo y a confiar. Acostubrarse a la luz no es sencillo, ni automatico.
A menudo le tenemos más miedo a la luz que a la oscuridad.
Es lo que dijo Nelson Mandela cuando asumió la presidencia de Sudafrica en 1994 citando un poema de Marianne Williamson:
Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro miedo más profundo es que somos poderosos sin límite. Es nuestra luz, no la oscuridad lo que más nos asusta. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, precioso, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres tú para no serlo?
Eres hijo del universo. El hecho de jugar a ser pequeño no sirve al mundo. No hay nada iluminador en encogerte para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras. Nacemos para hacer manifiesto la gloria del universo que está dentro de nosotros. No solamente algunos de nosotros: está dentro de todos y cada uno. Y mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.

Jesús mismo – verdadero hombre – tuvo que vivir este proceso.
Lo dice bellamente Ireneo de Lyon: “el lento acostumbrarse del Espíritu a morar en la carne”.
Eso mismo vale para nosotros: el lento acostumbrarnos de la carne a la luz que somos.
En estos lentos caminos de ida y vuelta reside y se concentra el camino espiritual: Dios que aprender a hacerse hombre y el hombre que aprende a reconocerse como Vida divina.
La teología ortodoxa lo expresa así: Dios se humaniza para que el hombre se divinize.

Es un camino maravilloso y asombroso, lleno de sorpresas y de luz. Basta abrirse, confiar, dejar atrás los miedos y dejarse conducir por el Espíritu.

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