sábado, 5 de septiembre de 2020

Mateo 18, 15-20

 

 

El texto de hoy nos presenta la dificultad central del ser humano, de los grupos y las comunidades: las relaciones humanas; relaciones humanas que también constituyen una de las realidades más hermosas de la vida.

Como siempre la paradoja acompaña la vida humana: las relaciones son las causas de nuestra mayor alegría y de nuestro mayor sufrimiento.

 

La comunidad de Mateo está experimentando las normales dificultades en las relaciones. Dificultades que podemos fácilmente imaginar y que son las mismas que experimentamos hoy en la iglesia y en la vida social: individualismo, celos, envidias, egoísmos, agresividad.

Mateo invita a su comunidad a resolver los conflictos y los problemas con paciencia, sabiduría y discernimiento.

Más allá de los consejos concretos que Mateo nos ofrece, hoy en día tenemos muchas más herramientas psicológicas y espirituales para tratar de comprender la raíz de los conflictos y superarlos.

 

Sugiero unas pautas y criterios:

1)   El conflicto, antes que estar afuera, está adentro. Cuando alguien está en paz es muy difícil que entre en conflicto.

2)   Nunca juzgar a la persona, sino discernir la situación.

3)   Es esencial la comprensión. Sin comprensión no hay amor ni resolución de conflictos. El esfuerzo tiene que estar puesto en la comprensión.

4)   Cuando alguien actúa desde la negatividad nos está diciendo que está sufriendo. Con frecuencia este sufrimiento es inconsciente. Nadie en paz y feliz actúa desde lo negativo.

5)   Aprender a ver la bondad y belleza innata en cada persona. Cada persona, en su esencia espiritual, es luz y amor. Aprender a verlo es fundamental.

6)   Aprender a soltar lo que no depende directamente de nosotros.

 

Personas sanadas viven relaciones sanas y, relaciones sanas, construyen comunidades sanas y fecundas. Por eso que nuestro texto termina con las famosas palabras que Mateo pone en boca de Jesús: “donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (18, 20).

El celebre rabino Ananías, muerto hacia el 135, afirmaba lo mismo en relación a la Torah, le Ley judía: “Donde dos se reúnen para estudiar las palabras de la Ley, la presencia de Dios está con ellos.

 

El secreto de la vida comunitaria y social es darse cuenta de la Presencia. Hay una Presencia que nos sostiene desde dentro y nos trasciende. La Presencia del Misterio nos atraviesa y ser consciente de esto genera verdadera comunión y amistad.

 

El secreto y el fundamento de la iglesia y de cada comunidad cristiana es la comunión, la fraternidad y la amistad que se generan desde el encuentro con el Cristo viviente. Más aún: la comunión, la fraternidad y la amistad son también el Cristo viviente. En él, por él y con él vivimos estas realidades.

Son las dos caras de la misma moneda: viviendo la amistad, la fraternidad y la comunión generamos la Presencia de Cristo… y la Presencia de Cristo va generando amistad, fraternidad y comunión.

La Presencia nos precede, acompaña, engendra.

 

Estos son los fundamentos que no pueden faltar, son la roca sobre la cual estamos invitados a construir la comunidad. Lo demás es secundario, por cuanto nos parece importante.

Doctrinas, leyes, catecismos, documentos, reglas, instituciones, culto… todo está a servicio de la Vida y del Amor. Nunca antes.

La Vida y el Amor preceden siempre a las estructuras y a leyes humanas y estas últimas cobran sentido y valor solo cuando ayudan a ordenar y armonizar la vida en lo concreto de la existencia.

 

El abrazo viene antes de cualquier pregunta.

La sonrisa precede cualquier corrección.

La escucha viene antes de la palabra.

La comprensión y la paciencia preceden y preparan cualquier juicio o evaluación.

 

Unas provocadoras preguntas de José Antonio Pagola pueden servirnos para nuestra reflexión:

 

¿Qué aporto yo para construir una Iglesia samaritana, de corazón grande y compasivo, capaz de olvidarse de sus propios intereses, para vivir volcada sobre los grandes problemas de la humanidad?

¿Qué hago yo para que la Iglesia se libere de miedos y servidumbres que la paralizan y atan al pasado, y se deje penetrar y vivificar por la frescura y la creatividad que nace del evangelio de Jesús?

¿Qué aporto yo en estos momentos para que la Iglesia aprenda a «vivir en minoría», sin grandes pretensiones sociales, sino de manera humilde, como «levadura» oculta, «sal» transformadora, pequeña «semilla» dispuesta a morir para dar vida?

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