sábado, 19 de septiembre de 2020

Mateo 20, 1-16

 



 

La parábola que Mateo nos presenta hoy es otra parábola de difícil interpretación y, sin duda, una de las más revolucionarias y cuestionadora de todo el evangelio.

El mensaje central es tan claro cuanto escandaloso: la gratuidad del amor de Dios. Gratuidad incondicional y absoluta.

 

El propietario de la viña sale a las seis de la mañana, a las nueve, a mediodía y a las tres de la tarde para buscar obreros para su viña… también sale, sorprendentemente, a la cinco de la tarde, apenas una hora antes de cerrar la jornada laboral.

Al momento de pagar el jornal, los obreros de la cinco de la tarde reciben el mismo sueldo – un denario era el sueldo para una jornada de trabajo – que todos los demás. Los demás se quejan, gritando a la injusticia.

Ahí empieza el problema y ahí descubrimos el eje de la parábola.

Sin duda parece injusto.

Es la injusticia del ego, de la mentalidad mercantilista occidental, de una religión farisaica.

Detrás de todo esta el tema del merito.

Los trabajadores de la mañana se merecen más que los últimos. Trabajaron más y no es justo que reciban el mismo sueldo que los demás. ¡Nos parece tan obvio y tan justo!

 

Esta mentalidad del merito entró terriblemente en la iglesia y en el cristianismo, construyendo una “religión del ego”. La “religión del ego” vive del merito, del querer ganarse la salvación, del intentar manipular a Dios. Obviamente, en muchos casos, son mecanismos inconscientes, pero no por eso, menos peligrosos y deshumanizantes.

La “religión del ego” tiene una relación estricta con el fariseísmo que Jesús tanto criticó y desarmó en su predicación y enseñanza.

Los fariseos – no todos obviamente – se manejaban con muchas reglas e intentaban ganarse el favor de Dios a través de su fidelidad al cumplir con las reglas. Esto, en muchos casos, llevaba a una terrible hipocresía: cumplían exteriormente las reglas pero su vida estaba lejos del espíritu que animaba a la norma.

Ya lo había dicho el profeta Isaías: “Este pueblo se acerca a mí con la boca y me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí, y el temor que me tiene no es más que un precepto humano, aprendido por rutina.

 

La parábola de hoy es radicalmente subversiva, radicalmente sorprendente.

A través de la parábola, Jesús nos dice que Dios no se maneja con el criterio del merito y de la idea de justicia que tenemos normalmente.

Nuestro ideal de justicia es retributivo y equitativo. Así funcionan también los tribunales, que en muchos casos, hacen alarde de la famosa frase: “la ley es igual para todos”.

La ley es igual para todos”: una de las grandes mentiras que nos creemos y creamos. Por un lado queda demasiado evidente que la ley no se cumple de igual manera para ricos y pobres, poderosos y humildes… por otro lado, la ley nunca es igual para todos y no puede ser igual, porque todos somos distintos y cada situación es distinta, única, original.

Una aplicación estricta de la ley – una ley que no admita la excepción y no considere lo original de la persona y la situación – es sumamente antihumana.

 

La parábola de Mateo y el evangelio van por otro camino.

El evangelio es gratuidad. El amor es gratuidad. La Vida es gratuidad. Dios es gratuidad.

Esto es lo revolucionario. Este es el eje del evangelio.

El Padre misericordioso de la parábola de Lucas (15, 11-32) no es justo y no cumple con la justicia. Es, justamente, misericordioso. No aplica la ley, sino la humaniza… capta el sentido interior de la ley y por eso puede transgredirla. Vive desde el amor.

Jesús lo tenía sumamente claro en su conciencia: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27).

La ley está a servicio de la gratuidad, de la vida, del amor. Cuando ya no sirve para eso, es deber moral trascenderla y, a veces, transgredirla.

 

La parábola de la viña nos cuestiona profundamente: hasta que no comprendamos la gratuidad del corazón de Dios, no podemos atrevernos a decirnos cristianos.

Somos seres humanos y cristianos en proceso de comprensión de la ley de la gratuidad: todo es un don, todo es regalo.

No tienen ningún sentido la comparación, la envidia, los celos.

No tiene ningún sentido relacionarse con Dios intentando ganarse su favor y su atención a través de nuestras oraciones, sacrificios, gestos de amor.

Todo lo que Dios es, nos lo regaló en Cristo. Ya somos la plenitud que estamos buscando con afán.

Estamos en Casa, estamos en el Amor. Pura gratuidad.

Solo podemos vivir agradecidos y agradeciendo.

 

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