sábado, 3 de octubre de 2020

Mateo 21, 33-43

 


 

Nos encontramos hoy frente a una parábola muy dura, tal vez la más dura del evangelio. La encontramos en los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas).

Más que una parábola, en realidad, es una alegoría.

La viña es una hermosa imagen que la Escritura utiliza para referirse al pueblo de Israel y que la Iglesia se aplica a sí misma como pueblo de la Nueva Alianza.

Justamente en nuestro texto, Mateo desliza la imagen de la viña desde el pueblo de Israel hacia la nueva comunidad cristiana.

Muy probablemente la alegoría no es propia de Jesús, sino es fruto de la interpretación cristológica y eclesiológica de la primera comunidad.

En clave cristológica podemos afirmar que la comunidad de Mateo reconoce a Jesús como el enviado de Dios, rechazado y justiciado por su propio pueblo.

En clave eclesiológica Mateo sugiere que la viña – ser el pueblo elegido – ya no lo pertenece a Israel – “arrendará la viña a otros” – sino a la comunidad que reconoce en Jesús al Cristo de Dios.

Estos son los mensajes centrales de la alegoría.

Desde nuestra lectura silenciosa y contemplativa nos preguntamos: ¿Qué significado tiene para nosotros hoy?

Por un lado tenemos que salir de la imagen heterónoma (externa) del propietario de la viña que, claramente, representa a Dios.

El Misterio que llamamos “Dios” no es algo exterior y separado de nosotros – esto sería el teísmo – sino es el fondo último de la Realidad, la mismidad de cada cosa, el Ser que nos hace ser.

Este pasaje es esencial. Es la clave de toda mística; clave que se encuentra en el silencio.

El Misterio no se impone desde afuera y no nos impone nada desde afuera. El Misterio nos inspira desde dentro, desde la Unicidad que nos constituye.

Esto significa que no puede haber una fidelidad externa al proyecto de Dios sin una fidelidad interna. La una es el reflejo de la otra.

Jesús fue fiel al proyecto del Padre, siendo fiel a sí mismo, a su conciencia, a su inspiración.

El aparente conflicto de la sociedad moderna entre “heteronomía” – obedecer a una ley exterior, sea cual sea, – y la ansiada “autonomía” del ser humano es un conflicto, justamente, aparente e ilusorio. Podemos decir, mental.

En realidad no hay conflicto.

En términos religiosos, el proyecto de Dios coincide con lo que nuestra esencia desea.

Descubrir esta coincidencia es la fuente de una paz radical y un amor espontaneo, sereno, alegre.

Dicho más claramente: lo que mi esencia o mi ser profundo desean, es el proyecto, la voluntad de Dios para mí.

El problema radica en que no conectamos con este deseo profundo, lo tergiversamos, le tenemos miedo y nos perdemos en deseos superficiales, limitados, distorsionados.

Descubrir y conectar con nuestro deseo esencial es entonces la clave para el desarrollo humano y espiritual y para llegar a manifestar y revelar lo que ya, en esencia, somos.

Ahí muere definitivamente el conflicto aparente entre lo exterior y lo interior y terminan también los conflictos y las incomprensiones entre las religiones o los grupos religiosos.

 

Por el otro lado, la alegoría de la viña nos muestra el conflicto entre la naciente comunidad cristiana y el pueblo judío.

La raíz de todo conflicto religioso – absurdo y contradictorio en su propia esencia – surge de la pretensión de ser dueño absoluto de la Verdad y, por eso, tener algunas ventajas sobre los demás.

Esta pretensión también es contradictoria en su propia esencia: la Verdad siempre se escapa a los intentos humanos de atraparla y controlarla. Por definición la Verdad es inaprensible.

Lo que Jesús le dice a los dirigentes religiosos al finalizar la parábola puede valer, obviamente, también para nosotros hoy: “el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos” (21, 43).

Lo expresa muy claramente José Antonio Pagola:

El peligro siempre es el mismo. Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras Sagradas; poseían el templo; se celebraba escrupulosamente el culto; se predicaba la Ley; se defendían las instituciones. No parecía necesario nada nuevo. Bastaba conservarlo todo en orden. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión: que se ahogue la voz de los profetas y que los sacerdotes, sintiéndose los dueños de la «viña del señor», quieran administrarla como propiedad suya. Es también nuestro peligro. Pensar que la fidelidad de la Iglesia está garantizada por pertenecer a la Nueva Alianza. Sentirnos seguros por tener a Cristo en propiedad. Sin embargo, Dios no es propiedad de nadie. Su viña le pertenece solo a Él. Y si la iglesia no produce los frutos que Él espera, Dios seguirá abriendo nuevos caminos de salvación.

 

En muchos casos esto ya está ocurriendo: mucha gente va dejando la iglesia para buscar caminos frescos, nuevos y que producen frutos, en sus vidas y en las vidas de los demás.

Hay que estar atentos, hay que despertar. La atención y el despertar nos ubican en una total humildad y apertura.

 

Los seres humanos – y con ellos las religiones – tenemos un acceso parcial y relativo a la Verdad. Solo captamos chispas desde nuestra situación situada, concreta, histórica.

Conectar con el deseo esencial – desde el silencio mental – nos abre al Misterio que en todos y en todo se revela y se manifiesta.

Nos convertimos en humildes ventanas abiertas al Infinito, donde todo y todos tienen cabida.

¿Hay algo más hermoso y apasionante?

 

 

 

 

 

 

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