sábado, 22 de mayo de 2021

Juan 20, 19-23

 

 

Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés y culmina en gloria el tiempo pascual. ¡Viene el Espíritu! Siempre está viniendo, porque el Espíritu es la dimensión divina que nos está creando en este mismo instante y que nos sostiene desde dentro, ahora y siempre.

 

El relato de Juan nos dice que Jesús resucitado sopla el Espíritu: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo” (19, 21-22).

Es evidente y bellísima la referencia a la creación y al libro del Génesis: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2, 7).

En la creación Dios, desde su interior, insufla el Espíritu y el hombre, hecho de barro, vive. Dios “respira” al hombre. El ser humano (“hombre” – adam en hebreo – indica el ser humano antes de la distinción entre varón y mujer) es el respirar de Dios. Por eso que la respiración consciente es uno de los medios que más nos conectan con nuestra esencia y con el mismo Espíritu de Dios.

Por todo eso, también, en ciertas tradiciones mística se “define” a Dios como el “Aliento de todos los alientos”; para mi una de las “definiciones” más acertadas y hermosas y que, además, concuerda maravillosamente con la Escritura.

 

El soplo de Jesús, en nuestro texto, se une al soplo de Dios en la creación. El mismo y único Espíritu crea y renueva a la humanidad y al cosmos entero.

Conectar con el Espíritu es entonces la tarea esencial del camino humano y espiritual. El Espíritu nos habita y habita en todos los seres humanos y en toda la creación. Sin el Espíritu no habría vida ni existencia. El Espíritu es la Vida de la vida.

Lo que ocurre es que vivimos desconectados del Espíritu, desconectados de nuestra esencia. Es como un toma corriente: nos quejamos de la falta de luz, pero la corriente está ahí, el enchufe siempre está ahí, basta conectarlo.

Nuestros “problemas”, nuestras angustias y tristezas, son esencialmente, falta de conexión. No hay lugar ni instante en el cual Dios no esté. Dios es la Presencia, Presencia a menudo oculta, pero siempre Presencia.

-      ¿Dónde está Dios?, le preguntó un discípulo a su maestro.

-      ¿Dónde no está?, le respondió el maestro.

 

Vivir en conexión con el Espíritu es habitar en la paz insondable e infinita.

San Pablo lo expresa de una forma muy bella en la carta a los filipenses: “Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (4, 7).

Por eso nuestro texto conecta muy estrechamente el don del Espíritu con la paz.

Por dos veces, nos dice Juan, Jesús ofrece la paz: “La paz esté con ustedes”.

La paz verdadera, estable y profunda, surge desde esta conexión con el Espíritu. No hay paz posible sin esta conexión y descubrimiento.

La paz del corazón, según prácticamente todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad, parece ser la dimensión esencial del ser humano y de la vida misma.

Desde la paz todo es posible. Sin paz, nada es posible.

El amor mismo, en cierto sentido, queda subordinado a la paz.

¿Cómo podemos amar con radicalidad y libertad si nuestro corazón no está en paz?

Encontrar la paz del corazón, la paz que nos habita, es la tarea fundamental, juntamente a la conexión con el Espíritu: en el fondo se reducen a lo mismo.

La paz radical no se encuentra en el nivel mental y exterior de la existencia. Lo sabemos bien.

La paz es un estado del ser, que está más allá y más acá de los vaivenes de nuestros pensamientos y emociones y de lo que ocurre en lo exterior.

La paz se encuentra en un lugar espiritual en el centro de nuestra alma.

La paz siempre está ahí, esperándonos.

Obviamente seguirán las preocupaciones de la vida y los momentos de agitación pero los viviremos de otra manera.

Conectados con el Espíritu y con la paz – lo que somos – todo asumirá otro color, todo se transformará en aprendizaje, en alegría, en posibilidad de encuentro con Dios.

Descubrir la paz que somos y que nos habita es también el camino imprescindible para construir la paz “afuera”. No hay posibilidad de paz entre las naciones, entres los grupos, entre las religiones sin tener un corazón en paz.

Por eso fracasan los acuerdos entre países, por eso siguen las guerras y los conflictos, por eso seguimos peleando con el vecino y con quien piensa distinto: nuestro corazón no está en paz.

Un corazón en paz solo puede vivir en el amor. 

 

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