sábado, 24 de julio de 2021

Mateo 20, 20-28

 

 

La madre de los hijos de Zebedeo pide un lugar especial para sus hijos. En realidad Mateo “suaviza” el tema indicando que fue la madre la responsable de este pedido, cuando en cambio Marcos – más antiguo y más fidedigno – nos dice que fueron ellos mismos a pedirle al maestro un lugar de honor: “Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: «Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir»” (Mc 10, 35).

Mateo desplaza el pedido de los apóstoles a la madre porque evidentemente no quiere dejar en evidencia a la ambición de los primeros seguidores de Jesús.

 

El tema del poder, de la ambición y la necesidad de ser alguien especial acecha al ser humano desde siempre y la iglesia y los cristianos no estamos exentos de ello, obviamente.

La búsqueda de poder y prestigio en la iglesia es causa de sufrimientos inútiles. El tema de la autoridad – en la iglesia y en todos los ámbitos – necesita un reencuadre importante.

Enfrentarse al deseo de poder – consciente u oculto – parece ser un pasaje necesario en el camino de crecimiento.

El ego quiere poder, quiere ser especial.

¿Por qué ocurre esto?

Porque el ego es nuestra estructura psíquica de defensa que se preocupa esencialmente de la supervivencia. El ego quiere ser especial porque no conoce la verdadera identidad, que yace en lo profundo del ser. El ego busca siempre una identidad ficticia que le otorgue seguridad.

Ahí se enraíza el tema del poder y de la ambición.

 

El camino espiritual es un camino de crecimiento en consciencia: por un lado darnos cuenta del ego y de sus mecanismos y por el otro ahondar en nuestra verdadera identidad.

¿Dónde se encuentra nuestro verdadero “yo”?

Se encuentra más allá de los vaivenes de la mente y de las emociones. Se encuentra en la profundidad del ser. Profundidad a la cual accedemos desde el silencio mental, el autoconocimiento, el estudio, la reflexión.

Cuando conectamos con nuestro verdadero ser, con nuestra verdadera identidad, entramos en un espacio de luz y de paz, donde ya no necesitamos del poder humano ni de la necesidad de sentirnos especiales.

Descubrimos que ya somos especiales, porque somos únicos, originales, amor y amados. Ya no necesitamos del poder porque descubrimos que el verdadero y único poder es el poder del servicio: “el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo” (20, 26-27).

 

El servicio desinteresado y libre solo puede surgir desde una conexión real con nuestra verdadera identidad y después de haber trascendido el deseo de poder.

Este deseo de poder, de reconocimiento y de especialidad laten a menudo en nuestro inconsciente y por ello es tan difícil desenmascararlos y trascenderlos.

 

Jesús nos muestra el camino. Jesús vino para servir, como reconoce el evangelista: “como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (20, 28).

Jesús puede servir y puede entregar su vida porque vive en conexión permanente con la Fuente. Jesús se percibe y se vive desde el Centro, desde la experiencia de unidad con Dios.

Este Centro es nuestro verdadero “yo” y desde ahí el amor fluye sereno. Ya no necesitamos ningún poder: hemos descubierto que el único poder es el amor.

 

 

 

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