sábado, 22 de junio de 2024

Marcos 4, 35-40


 

Seguimos con el capítulo cuatro de Marcos y hoy el autor del evangelio más antiguo y más corto, nos regala una fabulosa catequesis. Es muy probable que el acontecimiento que Marcos nos relata no refleje un hecho histórico, pero poco importa: el evangelista, a partir de su experiencia y de la de su comunidad, quiere transmitirnos unas enseñanzas que pueden transformar nuestra vida.

 

La experiencia de Marcos es lo fundamental y es lo real y él se sirve de este estupendo relato para hacernos entrar en su misma experiencia y en el corazón del Maestro.

 

Por eso que una lectura simbólica del texto nos puede enamorar, puede introducirnos en el Espíritu y transformarnos.

 

Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal” (4, 38): desde siempre este versículo me atrae y me fascina.

 

Queda bastante clara la dimensión simbólica y catequética del texto: se desata una tormenta imponente, viento, lluvia y el barco se llena de agua… ¡y Jesús duerme! No parece verosímil… aunque suponiendo que Jesús tuviera un sueño muy pesado; tampoco parece verosímil, que Jesús “se hiciera el dormido”, para probar la fe de los discípulos.

 

La lectura simbólica y mística nos abre a un extraordinario mensaje: Jesús duerme en la popa. La popa es la parte trasera de un barco, donde se ubican las hélices y el timón y, por lo tanto, tiene la función de impulsar y dirigir la embarcación.

 

¿Qué mensaje oculta Marcos detrás de este Jesús que duerme en la popa?

 

Sin duda, la confianza. La confianza radical, la emuná bíblica.

 

En el medio de las “tormentas”, de las dificultades, de los peligros y de los miedos, la confianza es nuestro timón. La confianza es la que nos impulsa en la vida y la que dirige nuestra “embarcación”… para quedarnos en la metáfora.

 

¿No es extraordinaria esta lectura?

¿No es transformadora?

 

Marcos nos dice algo así: “confíen. Confíen siempre. Yo aprendí de Jesús la confianza. Aprendí que siempre hay un Misterio detrás y en el fondo de la existencia que nos cuida, nos sostiene y nos conduce. Aprendí que sin confianza no se puede vivir: la vida se vuelve amarga y nos pueden atrapar la angustia y la ansiedad. Aprendí de mi maestro que la confianza es el fundamento de la vida y del crecimiento espiritual y que solo a partir de la confianza se derrota el miedo. Confíen siempre. Y confíen sobre todo cuando en su vida se presenta una tormenta.”

 

¿Cómo surge y se alimenta esta confianza?

 

El relato lo sugiere a través de la orden de Jesús al viento: “¡Silencio! ¡Cállate!” (4, 39).

 

La confianza no puede brotar de nuestra mente inquieta y de nuestras pasiones o emociones descontroladas. Con frecuencia son justamente nuestra mente y nuestra emotividad, las que nos conducen a las tormentas. La mente, por su misma estructura, es ansiosa e inquieta. La mente juzga, fragmenta, separa y desde ahí surgen la ansiedad, la angustia y el miedo.

 

Cuando la mente calla, se abre otro espacio: un espacio ancho y sereno. La mente es estrecha y es justamente esta falta de amplitud que nos angustia.

Cuando la mente calla, aparece el vasto espacio de la consciencia. La consciencia es pura apertura, que todo recibe y ve con ecuanimidad.

Cuando la mente calla, vuelve la paz; surge la confianza y se desarrolla.

 

La autoridad de Jesús que Marcos, metafóricamente, aplica al viento y al mar, la podemos aplicar a nuestra propia mente y a nuestras emociones, especialmente en los momentos de “tormenta”: ¡Silencio! ¡Cállate!

 

El silencio es este espacio infinito de la consciencia. El silencio no juzga y todo lo asume. Todo sonido y toda palabra encuentra su sitio en el infinito espacio del silencio. Todo se armoniza y ordena.

La mística siempre lo supo y por eso promueve el ejercicio y la práctica del silencio.

Silencio y confianza, al final, son las dos caras de lo mismo.

Cuanto más silencio – no solo en cantidad, sino en calidad – cuanta más confianza.

Cuanta más confianza, más silencio.

 

Ahora cobran toda su fuerza las palabras finales que Marcos pone en los labios de Jesús: “¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?” (4, 40).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 15 de junio de 2024

Marcos 4, 26-34

 


Nuestro texto de hoy empieza así: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo” (4, 26-27).

 

Son unos de mis versículos preferidos de todo el evangelio. Son versículos que parecen secundarios y que, a menudo, pasan desapercibidos.

 

Para mí esconden y revelan algunos de los misterios más profundos y bellos de la vida.

 

Señalo tres dimensiones: la gratuidad, la fuerza de la vida, el misterio.

 

Desde siempre las tradiciones espirituales de la humanidad subrayan la dimensión de gratuidad de la vida y de la existencia. En el fondo y en sentido estricto, todo es gratis, todo es un regalo. Nadie se dio la vida, nadie se regala la existencia. El ser se nos regala: somos, por pura gratuidad. Podríamos no-ser, y en cambio, somos. A cada instante Algo te mantiene en el ser y te saca de la nada. En este preciso momento, mientras me estás leyendo, Algo te está respirando y te regala ser. Reconocer y agradecer la gratuidad transforma la vida en puro agradecimiento y asombro.

 

La vida tiene fuerza en sí misma y por sí misma. Es algo extraordinario y de una belleza tremenda e inexplicable. Por cuanto la ciencia investigue y descubra nuevas posibilidades y conexiones, queda siempre un fondo insondable: hay una fuerza invisible que hace que una semilla eclosione, brote y crezca. Hay una fuerza espiritual y misteriosa que conduce la historia, y las cosas. “Sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo”: más allá de los cuidados del hombre hay una fuerza original y originaria que avanza sola. La Vida nos precede, la Vida no depende de nosotros. Entrar conscientemente en este flujo vital nos permite vivir desde la total confianza y alegría. Por eso la Escritura nos repite como un mantra: “no teman”. No temas: hay una fuerza poderosa que todo lo conduce y sostiene. Lo que tiene que ser, será. Solo confía.

 

 

“Sin que él sepa cómo”: no sabemos nada en realidad o lo que sabemos es tan poco y efímero que tiene que llevarnos al Misterio. Esta parabolita de Jesús nos invita a recuperar el sentido del Misterio. Este “Algo” que nos mantiene en el ser – más allá de que lo definamos como “Dios”, “Amor”, “Consciencia” y de mil maneras más – es rotundamente “Misterio”. Las palabras no pueden etiquetar el Misterio y uno de los grandes problemas de las religiones fue y es la obsesión por definir y encerrar el Misterio. Esta obsesión está estrictamente ligada a nuestra necesidad compulsiva de seguridad y a la necesidad de nuestro ego de poseer la verdad. La Verdad no puede ser poseída, obviamente. La Verdad nos supera, nos trasciende, nos cuestiona continuamente.

 

¿Cómo una mente humana – tan limitada, condicionada, herida y frágil – puede tener la arrogancia y la pretensión de poseer la verdad o de creer que la posee?

 

Uno de los más grandes genios del cristianismo, Santo Tomás de Aquino, pocos meses antes de morir dejará de escribir, diciendo: “Todo lo que escribí me parece paja comparado con lo que he contemplado.” El teólogo calla y queda el místico silencioso.

 

Respetar el Misterio no significa evitar nuestra responsabilidad y la urgencia del conocimiento. Significa, simple y profundamente, ubicarnos en nuestro lugar: un lugar humilde, abierto, sereno. Desde este lugar, todo lo que hacemos para aprender y salir de la ignorancia es necesario y positivo.

 

Estas tres dimensiones – gratuidad, fuerza y misterio – nos regalan una nueva luz sobre la conocida imagen del “grano de mostaza” que cierra nuestro texto.

 

La ínfima pequeñez del grano de mostaza parece no tener ningún vínculo con el futuro y robusto arbusto. Lo mismo ocurre con nosotros y nuestro crecimiento espiritual. Después de unos años miramos para atrás y nos preguntamos a nosotros mismos: ¿Cómo crecí? ¿Cómo pude superar tantas dificultades?

 

La práctica de la meditación en silencio y quietud es también un “grano de mostaza”: ¿qué son 20 minutos de mañana y 20 por la tarde? Muy poco, pero tienen una fuerza brutal. 40 minutos de silencio contemplativo al día – el 2,7 % de las 24 horas – transforman la vida y los testimonios caen a centenares.

 

Recuperemos la importancia y la belleza de lo simple, lo poco, lo humilde. Recuperemos la confianza en la fuerza de la vida y su fecundidad. Y dejémonos enamorar y fascinar por el Misterio.

 

La poesía, tal vez, tiene algo que decirnos:

 

Me atrae el silencio.

Cómo un pozo sin fin,

de fino cristal.

 

Me llama a sus infinitos espacios;

ahí encuentro el Ser,

el auténtico!

 

Silencio y Ser desde siempre se aman

y en este amor sin fondo, sin comienzo y sin final

me atrevo a perderme.

 

Me atrae irresistiblemente el silencio,

en él me vivo

y dejo que la vida se dibuje.

 

Mi centro el silencio, mi ser el silencio.

Mi respirar es silencio.

Desde ahí me vivo,

desde ahí soy. Somos.

 

 

sábado, 8 de junio de 2024

Marcos 3, 20-35


 


El hombre contemporáneo se está acostumbrando a vivir sin responder a la cuestión más vital de su vida: por qué y para que vivir. Lo grave es que, cuando la persona pierde todo contacto con su propia interioridad y misterio, la vida cae en la trivialidad y el sinsentido

 

Así nos dice José Antonio Pagola y me parece una buena provocación para empezar nuestra reflexión sobre el texto de hoy; un texto profundo, complejo y con muchas puntas.

 

El Espíritu, a través del texto que estamos meditando, nos invita a salir de la trivialidad y del sinsentido y nos impulsa con fuerza desde lo profundo y hacia lo profundo.

Decía el teólogo luterano protestante Paul Tillich (1886-1965): “Quien conoce las profundidades conoce a Dios.

 

Intentemos, pues, entrar en las profundidades y enfrentémonos a un complicado versículo:

 

Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre” (3, 28-29): los estudiosos debaten desde siempre sobre este “famoso pecado” contra el Espíritu que no puede ser perdonado.

 

¿Qué será? Las propuestas y las interpretaciones son muchas: la cerrazón del corazón, considerar a Jesús poseído por el mal, la tendencia a dividir, etcétera…

 

Tal vez cada propuesta tenga algo de veracidad, pero sospecho – y esta es mi interpretación – que no se trata de un “pecado puntual”, sino de una actitud constante y establecida. Es la actitud de una vida superficial que evita la profundidad, la actitud de la huida de uno mismo: el “pecado” no puede ser perdonado simplemente porque no hay consciencia de él – no se puede ver –, y porque estamos tan alienados de nosotros mismos que no tenemos consciencia de esta misma lejanía. En el momento sublime del “clic de consciencia”, el pecado es visto y, por ende, perdonado y se abren los caminos de sanación, reconciliación y profundidad.

 

La clave está en comprender que la lejanía de uno mismo y la lejanía del Espíritu son lo mismo, ya que el Espíritu es nuestra esencia y nuestra identidad más auténtica. Por eso, desde siempre, los maestros espirituales unen en un vínculo indisociable, el camino del conocimiento de Dios al conocimiento de uno mismo.

 

Afirma el místico cristiano escocés del 1100, Ricardo de San Víctor: “quien se prepara para escudriñar la profundidad de Dios, se dirija antes a las profundidades de su propio espíritu”.

 

Y, maestro Eckhart coincide: “La realidad que llamamos Dios, debe primero ser descubierta en el corazón humano. No puedo llegar a conocer a Dios, a menos que me conozca a mí mismo”.

 

Desde esta comprensión comprendemos cabalmente la invitación de Jesús a cumplir la voluntad de Dios y lo que Jesús entiende, por “voluntad de Dios”.

Desde una visión mítica y teísta estamos acostumbrados a ver la voluntad de Dios como algo “exterior”, algo que nos viene desde afuera: es una visión que ya no se sostiene bajo ningún concepto. Sugiere una imagen de un Dios separado, injusto, caprichoso y hasta perverso. Es importante comprender que no podemos aplicar a Dios nuestra experiencia humana de la “voluntad” y del “querer”: es una operación que cae en el antropomorfismo, es decir, en la reducción de Dios a nuestra medida.

 

¿Cómo entender entonces la Voluntad de Dios?

 

La voluntad de Dios se manifiesta en lo que es y en permitir que Dios se viva a través de uno mismo en todo momento.

En Jesús lo vemos, por ejemplo, cuando dice: “Abba, Padre, todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14, 36); es la plena aceptación de lo que es.

En María ocurre lo mismo: “Hágase en mi tu Voluntad” (Lc 1, 38); María se deja vivir por el Espíritu.

 

Desde esta comprensión profunda, “cumplir la Voluntad de Dios”, no es otra cosa que amar lo que es.

Por eso los místicos, aunque estaban en un contexto teísta (la visión de un Dios exterior y separado) intuyeron esta verdad y por eso recibían todo, como expresión de la Voluntad de Dios.

 

San Juan de la Cruz, poco antes de su muerte, solo y abandonado por todos, pudo decir: “estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa, sino que todo lo ordena Dios.

 

Ahora podemos comprender el “juego” del evangelista sobre el “afuera” y el “adentro”.

Los parientes de Jesús están afuera: “Tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera” (3, 32); y Jesús, según ellos, “está afuera de sí mismo”, está loco.

Jesús pone todos adentro: “el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (3, 35).

 

Hay una relación con los demás y con la vida que va más allá del vínculo de sangre. El vínculo del Espíritu y en el Espíritu es mucho más potente, porque expresa nuestra verdadera identidad: somos uno.

 

Este es el sentido más originario y profundo de la palabra católico: universal, abierto a todos, abierto al todo.

 

Católico es aquel que reconoce lo Uno más allá de las diferencias.

 

Católico es aquel que descubre el mismo Espíritu en todo y en todos.

 

Católico es aquel que ama a todo y a todos.

 

Católico es aquel que reconoce la Presencia del Misterio en cada persona, más allá de sus creencias y su religión.

 

Católico es aquel que descubre la Voluntad de Dios en todo lo que es y se deja vivir por el único y luminoso Espíritu.

 


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