sábado, 8 de junio de 2024

Marcos 3, 20-35


 


El hombre contemporáneo se está acostumbrando a vivir sin responder a la cuestión más vital de su vida: por qué y para que vivir. Lo grave es que, cuando la persona pierde todo contacto con su propia interioridad y misterio, la vida cae en la trivialidad y el sinsentido

 

Así nos dice José Antonio Pagola y me parece una buena provocación para empezar nuestra reflexión sobre el texto de hoy; un texto profundo, complejo y con muchas puntas.

 

El Espíritu, a través del texto que estamos meditando, nos invita a salir de la trivialidad y del sinsentido y nos impulsa con fuerza desde lo profundo y hacia lo profundo.

Decía el teólogo luterano protestante Paul Tillich (1886-1965): “Quien conoce las profundidades conoce a Dios.

 

Intentemos, pues, entrar en las profundidades y enfrentémonos a un complicado versículo:

 

Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre” (3, 28-29): los estudiosos debaten desde siempre sobre este “famoso pecado” contra el Espíritu que no puede ser perdonado.

 

¿Qué será? Las propuestas y las interpretaciones son muchas: la cerrazón del corazón, considerar a Jesús poseído por el mal, la tendencia a dividir, etcétera…

 

Tal vez cada propuesta tenga algo de veracidad, pero sospecho – y esta es mi interpretación – que no se trata de un “pecado puntual”, sino de una actitud constante y establecida. Es la actitud de una vida superficial que evita la profundidad, la actitud de la huida de uno mismo: el “pecado” no puede ser perdonado simplemente porque no hay consciencia de él – no se puede ver –, y porque estamos tan alienados de nosotros mismos que no tenemos consciencia de esta misma lejanía. En el momento sublime del “clic de consciencia”, el pecado es visto y, por ende, perdonado y se abren los caminos de sanación, reconciliación y profundidad.

 

La clave está en comprender que la lejanía de uno mismo y la lejanía del Espíritu son lo mismo, ya que el Espíritu es nuestra esencia y nuestra identidad más auténtica. Por eso, desde siempre, los maestros espirituales unen en un vínculo indisociable, el camino del conocimiento de Dios al conocimiento de uno mismo.

 

Afirma el místico cristiano escocés del 1100, Ricardo de San Víctor: “quien se prepara para escudriñar la profundidad de Dios, se dirija antes a las profundidades de su propio espíritu”.

 

Y, maestro Eckhart coincide: “La realidad que llamamos Dios, debe primero ser descubierta en el corazón humano. No puedo llegar a conocer a Dios, a menos que me conozca a mí mismo”.

 

Desde esta comprensión comprendemos cabalmente la invitación de Jesús a cumplir la voluntad de Dios y lo que Jesús entiende, por “voluntad de Dios”.

Desde una visión mítica y teísta estamos acostumbrados a ver la voluntad de Dios como algo “exterior”, algo que nos viene desde afuera: es una visión que ya no se sostiene bajo ningún concepto. Sugiere una imagen de un Dios separado, injusto, caprichoso y hasta perverso. Es importante comprender que no podemos aplicar a Dios nuestra experiencia humana de la “voluntad” y del “querer”: es una operación que cae en el antropomorfismo, es decir, en la reducción de Dios a nuestra medida.

 

¿Cómo entender entonces la Voluntad de Dios?

 

La voluntad de Dios se manifiesta en lo que es y en permitir que Dios se viva a través de uno mismo en todo momento.

En Jesús lo vemos, por ejemplo, cuando dice: “Abba, Padre, todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14, 36); es la plena aceptación de lo que es.

En María ocurre lo mismo: “Hágase en mi tu Voluntad” (Lc 1, 38); María se deja vivir por el Espíritu.

 

Desde esta comprensión profunda, “cumplir la Voluntad de Dios”, no es otra cosa que amar lo que es.

Por eso los místicos, aunque estaban en un contexto teísta (la visión de un Dios exterior y separado) intuyeron esta verdad y por eso recibían todo, como expresión de la Voluntad de Dios.

 

San Juan de la Cruz, poco antes de su muerte, solo y abandonado por todos, pudo decir: “estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa, sino que todo lo ordena Dios.

 

Ahora podemos comprender el “juego” del evangelista sobre el “afuera” y el “adentro”.

Los parientes de Jesús están afuera: “Tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera” (3, 32); y Jesús, según ellos, “está afuera de sí mismo”, está loco.

Jesús pone todos adentro: “el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (3, 35).

 

Hay una relación con los demás y con la vida que va más allá del vínculo de sangre. El vínculo del Espíritu y en el Espíritu es mucho más potente, porque expresa nuestra verdadera identidad: somos uno.

 

Este es el sentido más originario y profundo de la palabra católico: universal, abierto a todos, abierto al todo.

 

Católico es aquel que reconoce lo Uno más allá de las diferencias.

 

Católico es aquel que descubre el mismo Espíritu en todo y en todos.

 

Católico es aquel que ama a todo y a todos.

 

Católico es aquel que reconoce la Presencia del Misterio en cada persona, más allá de sus creencias y su religión.

 

Católico es aquel que descubre la Voluntad de Dios en todo lo que es y se deja vivir por el único y luminoso Espíritu.

 


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