sábado, 15 de junio de 2024

Marcos 4, 26-34

 


Nuestro texto de hoy empieza así: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo” (4, 26-27).

 

Son unos de mis versículos preferidos de todo el evangelio. Son versículos que parecen secundarios y que, a menudo, pasan desapercibidos.

 

Para mí esconden y revelan algunos de los misterios más profundos y bellos de la vida.

 

Señalo tres dimensiones: la gratuidad, la fuerza de la vida, el misterio.

 

Desde siempre las tradiciones espirituales de la humanidad subrayan la dimensión de gratuidad de la vida y de la existencia. En el fondo y en sentido estricto, todo es gratis, todo es un regalo. Nadie se dio la vida, nadie se regala la existencia. El ser se nos regala: somos, por pura gratuidad. Podríamos no-ser, y en cambio, somos. A cada instante Algo te mantiene en el ser y te saca de la nada. En este preciso momento, mientras me estás leyendo, Algo te está respirando y te regala ser. Reconocer y agradecer la gratuidad transforma la vida en puro agradecimiento y asombro.

 

La vida tiene fuerza en sí misma y por sí misma. Es algo extraordinario y de una belleza tremenda e inexplicable. Por cuanto la ciencia investigue y descubra nuevas posibilidades y conexiones, queda siempre un fondo insondable: hay una fuerza invisible que hace que una semilla eclosione, brote y crezca. Hay una fuerza espiritual y misteriosa que conduce la historia, y las cosas. “Sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo”: más allá de los cuidados del hombre hay una fuerza original y originaria que avanza sola. La Vida nos precede, la Vida no depende de nosotros. Entrar conscientemente en este flujo vital nos permite vivir desde la total confianza y alegría. Por eso la Escritura nos repite como un mantra: “no teman”. No temas: hay una fuerza poderosa que todo lo conduce y sostiene. Lo que tiene que ser, será. Solo confía.

 

 

“Sin que él sepa cómo”: no sabemos nada en realidad o lo que sabemos es tan poco y efímero que tiene que llevarnos al Misterio. Esta parabolita de Jesús nos invita a recuperar el sentido del Misterio. Este “Algo” que nos mantiene en el ser – más allá de que lo definamos como “Dios”, “Amor”, “Consciencia” y de mil maneras más – es rotundamente “Misterio”. Las palabras no pueden etiquetar el Misterio y uno de los grandes problemas de las religiones fue y es la obsesión por definir y encerrar el Misterio. Esta obsesión está estrictamente ligada a nuestra necesidad compulsiva de seguridad y a la necesidad de nuestro ego de poseer la verdad. La Verdad no puede ser poseída, obviamente. La Verdad nos supera, nos trasciende, nos cuestiona continuamente.

 

¿Cómo una mente humana – tan limitada, condicionada, herida y frágil – puede tener la arrogancia y la pretensión de poseer la verdad o de creer que la posee?

 

Uno de los más grandes genios del cristianismo, Santo Tomás de Aquino, pocos meses antes de morir dejará de escribir, diciendo: “Todo lo que escribí me parece paja comparado con lo que he contemplado.” El teólogo calla y queda el místico silencioso.

 

Respetar el Misterio no significa evitar nuestra responsabilidad y la urgencia del conocimiento. Significa, simple y profundamente, ubicarnos en nuestro lugar: un lugar humilde, abierto, sereno. Desde este lugar, todo lo que hacemos para aprender y salir de la ignorancia es necesario y positivo.

 

Estas tres dimensiones – gratuidad, fuerza y misterio – nos regalan una nueva luz sobre la conocida imagen del “grano de mostaza” que cierra nuestro texto.

 

La ínfima pequeñez del grano de mostaza parece no tener ningún vínculo con el futuro y robusto arbusto. Lo mismo ocurre con nosotros y nuestro crecimiento espiritual. Después de unos años miramos para atrás y nos preguntamos a nosotros mismos: ¿Cómo crecí? ¿Cómo pude superar tantas dificultades?

 

La práctica de la meditación en silencio y quietud es también un “grano de mostaza”: ¿qué son 20 minutos de mañana y 20 por la tarde? Muy poco, pero tienen una fuerza brutal. 40 minutos de silencio contemplativo al día – el 2,7 % de las 24 horas – transforman la vida y los testimonios caen a centenares.

 

Recuperemos la importancia y la belleza de lo simple, lo poco, lo humilde. Recuperemos la confianza en la fuerza de la vida y su fecundidad. Y dejémonos enamorar y fascinar por el Misterio.

 

La poesía, tal vez, tiene algo que decirnos:

 

Me atrae el silencio.

Cómo un pozo sin fin,

de fino cristal.

 

Me llama a sus infinitos espacios;

ahí encuentro el Ser,

el auténtico!

 

Silencio y Ser desde siempre se aman

y en este amor sin fondo, sin comienzo y sin final

me atrevo a perderme.

 

Me atrae irresistiblemente el silencio,

en él me vivo

y dejo que la vida se dibuje.

 

Mi centro el silencio, mi ser el silencio.

Mi respirar es silencio.

Desde ahí me vivo,

desde ahí soy. Somos.

 

 

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