“Patita”: término criollo y silvestre
que designa uno de los pies de los bebés. En ámbito alimentar puede designar
también uno de los miembros inferiores de los cerdos.
En mi elogio me refiero – siempre es bueno aclarar – al primer significado
del término en cuestión.
La patita de los bebés, sea la izquierda
o la derecha, tiene un poder de atracción excepcional.
Yo también, lo reconozco, me siento
fascinado por este miembro tan extraordinario.
¿Qué tiene la patita que tanto atrae y enamora?
La patita del bebé concentra en pocos
centímetros dimensiones esenciales del ser humano: el anhelo de perfección, la
fragilidad, la belleza.
Tal vez más que la manito, la patita del
bebé expresa el extraordinario vínculo entre perfección y fragilidad.
Es asombroso notar la perfección de un
miembro tan chico y frágil: todo es armónico, todo está en su lugar. También
eventuales defectos “morfológicos” no quitan nada a esta perfección. Desde la patita podemos entonces comprender
que nuestros ideales morales de
perfección, nada tienen que ver con la perfección de la vida. Perfección de la
vida que admite y ama la imperfección. Todo es perfecto: hasta la imperfección
y la fragilidad.
La patita perfecta es, entonces, también
frágil: nos damos cuenta al mirarla, al tocarla. La tocamos casi con reverencia
y pudor. El tamaño casi microscópico de las falanges sugiere esta misma
fragilidad que nos invita a acariciar la patita como un preciado cristal.
Todo ese juego de perfección y
fragilidad desemboca en una enorme e indescriptible belleza.
La belleza de la patita de un bebé no se
puede describir. Solo se puede cantar, solo la poesía puede decir algo. Solo el
silencio pueda contemplarla.
Belleza que surge con toda probabilidad
del invento de un Dios que supo y sabe conjugar perfectamente eternidad y
temporalidad: lo eterno que se manifiesta y revela solo lo puede hacer desde lo
frágil.
Contemplar una patita puede ser una
profunda experiencia espiritual.
Basta estar atentos, otra vez. Basta estar ahí, presenciando el milagro
de la vida.
Basta estar ahí, mirando con admiración
y asombro; acariciando con pudor y entrega.
Por eso: busquen una patita para
contemplar. Regálense el tiempo para contemplarla y amarla.
Contemplando la patita de un bebé
aprendemos a aceptar y amar la fragilidad, aprendemos a cuidar de lo frágil y
descubrimos la perfección que late en la profundidad de lo real.
Aprendemos que la ternura salvará el
mundo.
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