sábado, 1 de septiembre de 2018

Mc 7, 1-8.14-15.21-23.



El texto que nos propone hoy la liturgia es muy duro. Es un texto que – fundamentado en una actitud de Jesús – desenmascara los peligros de la religión y del rito. En resumida cuenta peligros que podríamos sintetizar de esta manera: hipocresía, engaño, ritualismo.

Es asombroso como el cristianismo y la iglesia caímos y caemos con facilidad en estos peligros que Jesús señaló tajantemente a los fariseos. Se da la impresión que en la iglesia leemos estos textos como si fueran dirigidos simple y llanamente a los fariseos sin darnos cuenta que hicimos y continuamos haciendo – con frecuencia – lo mismo. Hasta se instalan en el mismo sistema.

El grande George Orwell (1903-1950) señaló el mismo problema en su famosa novela “Rebelión en la granja”. Vale la pena leer o releer el pequeño libro.

En la iglesia hemos desplazado el eje central y evangélico del amor hacia el rito, las normas y las reglas. Haciendo esta operación el caer en la hipocresía es casi una consecuencia “normal”.
Los ritos sin dudas tienen su valor, porque en ellos se configura concreta e históricamente una religión. Pero, cuando se pierde el eje, se convierten en obstáculos.
Afirma lucidamente José María Castillo: “Los ritos son tan importantes que constituyen todo el sistema de signos que mantiene a la religión. Pero los ritos tienen un inconveniente importante: son acciones que, debido a la exactitud y al rigor de su observancia, se constituyen en un fin en sí mismo”.
Si lo pensamos con atención es exactamente lo que sucedió con los sacramentos.
Perdido el eje del amor, se convirtieron en su propio fin, con las consecuencias que bien conocemos, por experiencia propia o de otros: la recepción de un sacramento no dice nada y no transforma a la persona y la hipocresía de una doble vida se hace evidente.
Participamos de ritos y recibimos sacramentos y no crecemos. Quedamos estancados. Nuestro amor y nuestra entrega no definen la existencia.

El evangelio pone al descubierto toda esta mentira. El genial teólogo uruguayo Juan Luis Segundo hablaba de Jesús como el gran “desenmascarador”.
Jesús revela el engaño que se produce anteponiendo el rito a la ética.
Y sigue ocurriendo: ministros muy preocupados de celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos con todos los pormenores y la solemnidad y después son muy pocos humanos con los demás. Cuando no ocurre algo peor, como evidencian los escándalos actuales también en las altas jerarquías eclesiásticas.

El tajante monito de Jesús vale para nosotros hoy. Y vale especialmente para los que tienen algún tipo de autoridad.
¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres” (Mc 7, 6-8).

¿Dónde encontramos un camino de salida?
¿Dónde encontramos un antídoto eficaz contra el peligro hipócrita siempre al acecho?

Marcos nos lo recuerda hoy: la interioridad.
Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre” (Mc 7, 15).
…es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre” (Mc 7, 21-23).

No hay otro camino.
Desde dentro surge la vida y esta interioridad hay que cuidar, custodiar, alimentar.
En la iglesia hemos perdido en buena medida el eje y el rumbo porque nos hemos perdido en los laberintos de una superficialidad que encandila y en la esterilidad de una liturgia que ya no comunica el Misterio.

La preocupante superficialidad de las sociedades occidentales – que se expresa sobre todo en los medios y en las redes sociales – nos atrapó: preferimos ver una novela por la tele que leer un buen libro, elegimos escuchar todo tipo de música en lugar de darnos espacios de silencio, optamos por más y más diversiones banales que por encuentros profundos, gastamos el tiempo en cosas prescindibles y nos olvidamos de las imprescindibles.
La superficialidad nos hizo perder el núcleo evangélico: el amor, la ternura, la compasión, la solidaridad. Nos tranquilizamos la conciencia con el rito: ahí el gran engaño.
Hipocresía y engaño no son novedades. Desde siempre desafían nuestra autenticidad e interioridad. La carta de Santiago que también leemos hoy en la liturgia termina así: “Si alguien cree que es un hombre religioso, pero no domina su lengua, se engaña a sí mismo y su religiosidad es vacía. La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas cuando están necesitados, y en no contaminarse con el mundo” (Sant 1, 26-27).
Hipocresía y engaño nos acompañan siempre y nos recuerdan nuestra fragilidad. Tal vez no hay nadie completamente libre de todo eso. Reconocerlo y asumirlo es un primer y fundamental paso. Crecer en autenticidad y lucidez es el siguiente.

No estamos solos: el Espíritu sigue creando lucidez y tantos están despertando.
Tanta gente y tantos cristianos ya no soportan este engaño y esta hipocresía. Llega un punto donde la hipocresía, propia y ajena, se vuelve insoportable. Entonces empieza el despertar y el ver.

Estamos empezando a ver, estamos volviendo al amor. Los escándalos y las incoherencias de la iglesia – jerarquía y laicos – nos está despertando. Con dolor por cierto. Pero bienvenido dolor si se nos abren los ojos.
Agradezco a tantos y tantas que empezaron este camino y que me abrieron los ojos.
Agradezco a muchos hermanos y hermanas por su testimonio coherente y auténtico y pido perdón por mis incoherencias e hipocresía.
Pero no puedo ya callar.
La maravillosa y única autenticidad del silencio me empuja y libera.  









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