sábado, 8 de diciembre de 2018

Lucas 3, 1-6



En el texto de hoy el evangelista Lucas nos da todo el marco histórico de la predicación de Juan el Bautista. Lucas siempre subraya la historia para revelarnos lo concreto del evento Jesús de Nazaret y anclarlo a la realidad.

Dios se revela en la historia y desde la historia, personal y colectiva.
También en nuestra historia individual, concreta y original. También en este tiempo histórico de la humanidad.
Y toda historia tiene un punto en común: el aquí y el ahora. Siempre fue aquí y siempre fue ahora: la Vida solo es y acontece “aquí y ahora”.
Si vivimos el Eterno Presente todo – de cierta manera – nos es contemporáneo.
Por eso la otra cara de la historia es su acontecer adentro del Misterio eterno de Dios y por eso mismo es una historia de salvación y una historia ya salvada.
No tenemos que absolutizar la historia, sino vivirla desde la plenitud que ya late en ella. La cosmovisión cristiana con su concepción lineal de la historia tendría que ser revisitada y completada con otras cosmovisiones.
Por otro lado Lucas quiere mostrarnos la “superioridad” de Jesús con respecto a Juan. La cita de Isaías (40, 3-5) que Lucas pone en los labios de Juan atestiguaría el mesianismo de Jesús que Juan reconoce y acepta.
Cuando Lucas escribe es probable que siguiera existiendo cierta tensión y oposición entre los discípulos del Bautista y los de Jesús. El mismo Jesús – parece bastante cierto según varios estudiosos – habría sido discípulo de Juan antes de emprender su propio camino.

Esta tensión sigue presente en nuestros días, afuera y adentro de la iglesia.
Cada grupo se cree detentor de la verdad o de supuestos privilegios e iluminaciones. Cada grupo se cree “especial” y esto obviamente conduce a considerar los demás grupos “menos especiales”. Se crean tensiones y hasta conflictos.
Es el juego del “ego” y el ego religioso es el más peligroso. Hay que estar sumamente atentos y vigilantes.

El evangelio nos muestra el camino: no poseemos la verdad; la verdad nos posee. No necesitamos “ser especiales”; ya lo somos. No hay que buscar ser originales; también ya lo somos.

El texto de hoy – justamente en la cita del profeta que Lucas pone en boca de Juan – nos regala la fenomenal pista del desierto.

“Una voz grita en el desierto” (3, 4).
El desierto es una imagen y una metáfora bíblica excepcional. Tiene un doble y opuesto significado: lugar privilegiado de encuentro con Dios y lugar de tentación y purificación.
En realidad ocurre a menudo que vivamos las dos caras del desierto en la misma experiencia.
Jesús mismo – en el simbólico texto de las tentaciones (Mt 4, 1-11) – vivió las dos dimensiones: purificación y encuentro.

La imagen del desierto evoca unos principios esenciales para nuestro crecimiento humano y espiritual: soledad, silencio, interioridad.
El encuentro con Dios pasa por el encuentro con nuestro “yo” profundo y viceversa. Recordamos la famosa sugerencia de San Agustín: “No salgas de ti mismo; en tu interior habita la verdad.
Para ir en profundidad necesitamos estas tres dimensiones que el desierto nos ofrece.
Sin soledad, sin silencio, sin interioridad un camino espiritual es prácticamente imposible.

Soledad: física y espiritual. Va quebrando las falsas imágenes de uno mismo, afianza la autoestima, ahuyenta los fantasmas y hace crecer la valentía.
Silencio: afina la escucha de la conciencia, de la voz de Dios. Afina la visión interior. Instala en la quietud y la paz, derrumba lo superfluo y superficial.
Interioridad: nos hace crecer en el auto-conocimiento, nos hace más abiertos y sensibles, más compasivos y atentos. Nos regala el gusto por la belleza y la contemplación.

Aprovechemos este tiempo de Adviento para regalarnos y regalar tiempos de verdadero desierto.
Entregándonos al desierto ocurrirá otra vez el eterno milagro: florecerá.




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