domingo, 16 de diciembre de 2018

Lucas 3, 2b-3. 10-18



Tercer domingo de Adviento: domingo de la alegría. Las primeras dos lecturas de la liturgia – bellísimas las dos – subrayan el tema de la alegría y nos invitan a darle lugar en nuestra cotidianidad.
Venga la alegría: la Navidad está cerca, el niño está por nacer, Dios está con nosotros.

¿Dónde encontramos la verdadera alegría?
¿Dónde encontramos la felicidad y la vida plena que tanto anhelamos?

En el texto evangélico de hoy Lucas sigue presentándonos la figura del precursor: Juan el Bautista, con su predicación fuerte y tajante. Y Lucas sigue subrayando la distinción entre Juan y Jesús. El verdadero mesías es Jesús. Es él el esperado, el anhelado del pueblo de Israel y de toda la humanidad. Él nos trae la plenitud.
La pregunta recurrente de la gente a Juan es como un estribillo: “¿Qué debemos hacer?
El la pregunta lógica a la predicación de Juan que invitaba a una conversión moral: dejen de hacer el mal y hagan el bien.
Jesús y el evangelio van por otro lado.
El Misterio de la encarnación que estamos por celebrar nos revela este eje: la gratuidad de un Dios que desde siempre y para siempre está con nosotros. “Emmanuel”: Dios con nosotros.
La predicación de Jesús y el mensaje evangélico van esencialmente por el lado del ser y no del hacer.
En primer y fundamental lugar no tenemos que hacer nada. Tenemos que ser.
Ser: descubrir que desde siempre fuimos y somos amados. Más aún: somos amor. El Amor – Dios en nosotros y a través de nosotros – es lo que somos en nuestra más profunda esencia.
El “hacer” deberá fluir desde la experiencia y la conexión con nuestro “ser” profundo.
El actuar moral – hacer el bien – surgirá fresco, espontaneo y límpido del ser y no será un esfuerzo de voluntad que simplemente infla el ego y nos agota.

Vuelven entonces las preguntas iniciales:
¿Dónde encontramos la verdadera alegría?
¿Dónde encontramos la felicidad y la vida plena que tanto anhelamos?

La verdadera alegría surge de la experiencia de la gratuidad del Ser y de ser. La verdadera alegría y plenitud que deseamos no son un logro – en los logros siempre se infiltra el ego – sino un descubrimiento agradecido y asombroso.
Somos. Somos amados. Gratis. Todo es un don, todo un regalo.
A partir de este descubrimiento – toda la vida de Jesús apunta a eso – la vida moral encontrará su cauce y su realización.

Enraizarse en el Ser es entonces el ejercicio fundamental. Es como vivir en las profundidades del océano que no son afectadas por las olas y las tormentas.
Nuestra verdadera identidad está siempre bien, siempre en paz, siempre estable y serena.
Es lo que descubrió Pablo y que nos comunica en uno de los versículos más hermosos y profundos de toda la Biblia. Es el versículo que cierra el texto de la carta a los filipenses del día de hoy:

Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Fil 4, 7).

Sin duda la existencia humana oscila entre muchas emociones y sentimientos y no siempre podemos experimentar la alegría o por lo menos sentirla sensiblemente.
Pero siempre podemos vivir desde esa Paz de Dios que es nuestra esencia.
En el fondo esa Paz nos define y esa Paz estable y serena es la verdadera y más profunda alegría.











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