viernes, 3 de enero de 2020

Juan 1, 1-18


En este segundo domingo de Navidad, primer domingo de este 2020, se nos presenta otra vez el prólogo de San Juan que ya hemos escuchado el día de Navidad.
Es un texto místico, profundo, inagotable: una de las joyas del evangelio y de la literatura espiritual en general.
En su prólogo el evangelista nos anticipa los temas fundamentales de su evangelio: la vida, la luz, la fe, la encarnación.
Subrayamos algunos aspectos que nos pueden ayudar para arrancar con el pie correcto este 2020.

El “principio” del cual habla Juan hace referencia sin duda al “principio” del Génesis: “Al principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gen 1, 1). No es un “principio” temporal, es justamente el “principio” sin tiempo ni espacio. Hay que entender “principio” en sentido de fundamento más allá del tiempo.
El “principio” es el eterno presente. ¡Maravilloso!
Más asombroso aún es que la ciencia confirma la percepción mística y espiritual.
Dice la científica e investigadora española Sonia Fernández Vidal: “Una de las teorías de la física cuántica dice que el tiempo no fluye como un río, sino que, como ocurre con el espacio, todo está ahí fuera ya, desde lo que ha pasado a lo que tiene que pasar. Aunque nosotros lo vivamos como un fluir continuo”.

Uno de los ejes del camino espiritual es justamente la percepción y la experiencia de la Presencia atemporal. Dios es, aquí y ahora. Solo esta experiencia nos coloca en la dimensión de plenitud de la vida.
Si seguimos atrapados en el tiempo y el espacio no podremos percibir el regalo de la plenitud de vida porque viviremos pendiente de un imaginario futuro o anclados al pasado. La experiencia del tiempo y del espacio es psicológica, es decir mental. Lo real no conoce el tiempo.
Por eso el camino único para trascender el tiempo y anclarse en el Eterno Presente – la Presencia – es callar la mente.
Solo callamos la mente cuando entramos en el “silencio del yo”. El silencio exterior es sin duda fundamental pero más esencial es callar el “yo”, nuestra falsa identidad, que vive enredada en el tiempo.
Silenciando cuerpo y mente ya no existe el tiempo. No me crean: experiméntenlo.
El silencio mental nos lleva a experimentar el “Principio”: la Vida y la Luz para usar la terminología de nuestro evangelista.
Estamos llamados a vivir la misma experiencia de Jesús, que él mismo resume en estas palabras: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25), “yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10).
Jesús nos muestra el camino en cuanto en él se nos revela lo que todos somos: vida participando de la Vida.
Como afirma lucidamente Javier Melloni: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.
El prólogo de Juan apunta directamente a nuestra identidad más profunda, a nuestra esencia más allá del tiempo y de la historia.
Somos Vida expresándose en forma humana por un tiempo. Nuestra individualidad y originalidad tienen que ver con la forma en la cual la Vida se revela y manifiesta. Nuestra esencia – nuestro ser profundo – no queda afectada por el tiempo y el espacio. Por eso la tarea fundamental es anclarse, a través del silencio del “yo”, a lo que somos, a nuestro ser esencial. Desde ahí la forma podrá expresarse en toda su belleza, originalidad, serenidad. Seremos puro cauce por el cual la Vida se manifiesta.

Todo esto es expresado unánime y maravillosamente por los místicos de todas las tradiciones religiosas y por gran parte de la ciencia actual.
Pero la mente se resiste porque le es más fácil vivir de creencias que confiar en el proceso de la vida. Los procesos mentales son repetitivos y viven del miedo y las necesidades. La mente no puede confiar y abrirse a lo nuevo… por eso es muy probable que muchos rechacen instintivamente esta propuesta y esta visión. No pasa nada. No hay ningún problema. Todo está bien.
Solo el silencio te conducirá a casa, a tu propio ser, a tu verdadera identidad.

Desde este silencio podemos captar lo extraordinario que nos dice Juan: “Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe” (1, 3).
El término “Palabra” traduce el griego “logos”. El término “logos” es prácticamente intraducible a nuestros idiomas modernos. Indica justamente el “principio”, el “fundamento”, la “razón de ser” de todo lo existente. Es muy similar al concepto oriental del “Tao”. Estudiar el paralelo entre “Logos” y “Tao” es fascinante y nos reserva asombrosas y suculentas sorpresas. 
La tradición cristiana identifica el “Logos” con el Verbo, el Hijo de Dios que se encarnó en Jesús de Nazaret.
Desde esta visión cristiana podemos decir que todo está hecho y sostenido en el ser por medio de Cristo. El mundo es crístico, el cosmos es crístico. Todo tiene forma de Cristo, se sostiene en Cristo, vive de Cristo.
Tal vez Pablo intuyó algo de eso cuando dijo: “Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos” (Col 3, 11).

Descubrimos así – caemos en la cuenta, despertamos – que nuestra identidad más profunda es Cristo. Paradójicamente en el centro de mi ser – “en mi intimidad más intima” como decía San Agustín – no estoy “yo”, sino Cristo. Mi centro está afuera de y es Cristo.
Es el Cristo interior que es la esencia de todo lo que vemos, de la vida misma. El Cristo interior que es la Vida de la vida, el “aliento de todos los alientos”.
Sin duda no hay descubrimiento más importante.
Todo está ya regalado y entregado. No hay que luchar ni ganarse nada.
Solo calla, solo confía, solo ábrete a la luz y el amor que eres: “De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia” (1, 16).




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