sábado, 18 de enero de 2020

Juan 1, 29-34





Estamos al comienzo del evangelio de Juan y el evangelista pone en los labios del Bautista el título cristológico que tal vez tuvo más éxito y difusión en el cristianismo: “Hijo de Dios” (1, 34).
Jesús como “Hijo de Dios” es la confesión de fe de la comunidad de Juan y confesión de fe de la iglesia, sobre todo a partir de los primeros cuatro Concilios ecuménicos (325-451) que definieron los dogmas cristológicos y trinitarios.
La pregunta fundamental que muchas veces pasa inadvertida es siempre la misma: ¿Qué significa eso?
En nuestro caso particular: ¿Qué significa cuando afirmamos que Jesús es el “Hijo de Dios”?
La pregunta sucesiva es consecuente y tal vez más trascendente aún: ¿Qué significa para nosotros hoy esta afirmación? Porque, si el evangelio y tu fe en Cristo no te nutre y no trasforma tu vida hoy, ¿para que sirve?

Son preguntas fundamentales y que muchas veces – por comodidad, superficialidad, costumbre – las obviamos sin ni siquiera considerarlas.
En nuestro cristianismo muchas veces burgués, exterior y ritual tomamos estas afirmaciones con alarmante superficialidad y dejamos a los teólogos la faena de investigar y profundizar. Pero también una teología que no se transforme en espiritualidad y vida queda como un ejercicio estéril e inútil.

Intento dar unas pistas para la comprensión actual del titulo “Hijo de Dios”.
En primer lugar – la teología hoy en día lo tiene claro pero parece que el magisterio no se entera – es esencial subrayar el carácter simbólico de todo lenguaje que se refiere a Dios. No podemos decir el Misterio en palabras humanas y, como bien sostienen los místicos, el lenguaje es siempre un dedo que apunta a la luna. Tener claro que todo lenguaje sobre la divinidad es simbólico es, antes que nada, un acto de profunda humildad y apertura. En segundo lugar el símbolo es mucho más efectivo y transformador de la realidad: por un lado el símbolo contiene lo que intenta expresar y por el otro apunta a una realidad trascendente con la cual pone en contacto.

¿Qué queremos decir cuando expresamos que Jesús es “Hijo de Dios”?
Supongo que todos perciben que tomarse la definición al pie de la letra es simplemente absurdo porque tendríamos que suponer un cuerpo físico de Dios con tanto de útero y la vivencia de un parto. Eso ocurre por el fenómeno del antropomorfismo: aplicamos a Dios – elevándolas al infinito – nuestras experiencias y categorías humanas. Por un lado es normal: somos humanos y solo podemos conocer y expresarnos humanamente. Por el otro hay que estar sumamente vigilantes con este lenguaje antropomórfico para no reducir el Misterio – como normalmente ocurre – a nuestras fantasías e imágenes mentales.

Siguiendo en nuestro análisis es sumamente interesante lo que nos recuerda el teólogo Paul Knitter:
Por lo que sabemos, Jesús nunca se llamó a sí mismo Hijo de Dios ni afirmó su divinidad. Eso llegó más tarde, después de su muerte, cuando sus discípulos intentaban hallar palabras para describir la forma en que Jesús había tocado y transformados sus vidas.

Estas dos referencias claves – lenguaje simbólico y experiencia de Jesús – dejan claro que “Hijo de Dios” es uno de los títulos cristológicos con los cuales los cristianos primitivos (y nosotros hoy) expresaban su fe y no hay que tomar la expresión en sentido literal.

El mismo evangelio de Juan nos da unas excelentes pistas para vislumbrar el significado de la expresión y su alcance para nuestras existencias concretas hoy.
Podemos resumir estas pistas en tres aspectos que nos harán comprender más cabalmente la expresión “Hijo de Dios”.
Estos aspectos son: encarnación, unidad, vida.
El cuarto evangelio hace mucho hincapié en la encarnación. Tenemos registradas acá las famosas palabras: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).
Desde la visión mística y desde la comprensión actual podemos comprender más profunda y acertadamente el Misterio de la encarnación. Jesús experimenta en su humanidad la presencia de lo divino. Este es su despertar que lo lleva a la conciencia de la unidad. La encarnación entonces es extensible a todos y todo: en todos y en todo de cierta manera la divinidad se encarna, revela y manifiesta. Jesús vino a revelarnos esta maravilla: por eso lo podemos llamar “Hijo” o “Primogénito”.
Jesús entonces se experimenta Uno con el Misterio divino – el Origen, la Fuente – que él llama “Padre”. El evangelio de Juan insiste mucho sobre esta experiencia de unidad (Juan 17).
Jesús experimenta que no hay separación: Dios no es “algo” distante y separado, sino que es su propia raíz, su misma vida, su aliento vital. Jesús descubre que, en su humanidad, lo divino está presente. Mejor dicho aún: su humanidad es manifestación y expresión de lo divino. En este sentido, su humanidad es su divinidad. Por eso que muchos teólogos y maestros espirituales insisten mucho en esto. Leonardo Boff, hablando de Jesús, nos dice: “tan humano, solo Dios” y Karl Rahner que Jesús es divino porque realizó el completo potencial de la naturaleza humana.
Por último el tema de la vida, tema también central en el cuarto evangelio.
Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10): Jesús se percibe Vida y llamado a comunicar Vida. Para Jesús, Dios es Vida y una real experiencia de Dios siempre nos llevará a ser amantes de y fieles a la Vida, en toda sus manifestaciones y formas. Una auténtica experiencia de lo divino es una experiencia de vida plena y de profunda unidad con cada forma de vida.
Dicho esto creo que podemos intuir más claramente lo que pueda significar la expresión “Hijo de Dios”.
Es una expresión de fe que, si bien usada, nos dice lo maravilloso de Jesús y de nuestra fe cristiana.
Nos dice, en definitiva, que lo que Jesús es lo somos todos. Lo que Jesús vivió y comprendió estamos también llamados a vivirlo y comprenderlo. El Espíritu que vivía en Jesús y a través de Jesús, este mismo y único Espíritu que lo hizo Cristo y lo resucitó es también nuestro Espíritu.

En las místicas palabras de Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20).

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