sábado, 17 de febrero de 2024

Marcos 1, 12-15

 



En este primer domingo de Cuaresma se nos ofrece, como siempre, el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto y, en la versión de Marcos, el primer y gran anuncio del evangelio: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (1, 15).

 

El texto original griego subraya un matiz que se pierde en la traducción: el Espíritu “empuja” a Jesús al desierto. No es un simple “llevar”, como afirma la traducción. El texto griego sugiere que el Espíritu tiene que hacer cierta fuerza para llevar a Jesús al desierto.

 

La experiencia de Jesús es la nuestra y la nuestra es la de Jesús: instintivamente rechazamos la incomodidad, las pruebas, las dificultades.

Podemos decir que Jesús no tenía mucha gana de ir al desierto a pasar mal y este es un buen signo, un signo de salud mental.

 

Si en un desayuno nos dieran a elegir entre un pedazo de pan duro y por otro lado una suave y crocante tostada con mermelada, elegiríamos lo segundo obviamente.

 

El problema surge cuando la búsqueda de comodidad se instala y se vuelve lo único o lo prioritario. La tendencia normal a rechazar lo difícil y lo incomodo nos conduce al estancamiento y el sofá – real o simbólico – se convierte en nuestro sepulcro espiritual.

 

Por eso el Espíritu nos desinstala. El Espíritu es el gran desinstalador: nos saca de nuestras comodidades y nos empuja al crecimiento, a la búsqueda, a superarnos.

Cambia radicalmente la dinámica espiritual cuando nos buscamos nosotros las dificultades y cuando dejamos que sea el Espíritu que nos empuje y nos elija las dificultades.

 

La experiencia de Jesús en el desierto fue sumamente importante y transformadora.

Así también nuestras propias experiencias de desierto.

 

¿Acaso no crecimos en los pasajes más duros de nuestra existencia?

¿No hemos aprendido de nuestros desiertos?

 

Este es el camino que nos marca Jesús y el texto de hoy: dejarnos empujar por el Espíritu.

No estamos llamados o invitados a buscarnos neciamente los problemas y las dificultades, como tal vez invitaba, cierta espiritualidad del pasado. La vida no es una prueba a superar. La vida es un regalo hermoso a vivir y aprender a disfrutar de la existencia es también una tarea espiritual, a menudo no tan fácil como pareciera.

Este maravilloso regalo, para poder desarrollarse en plenitud, necesita del fuego del Espíritu, necesita de pasajes duros.

Es casi una regla del existir: se crece a través de las dificultades.

Hay algo de misterio ahí, pero es así y asumirlo nos instala en la paz.

 

El Espíritu es Él que sabe. Por eso, como ya lo subrayé, es mucho mejor dejar que sea Él que nos empuje, que nos elija los desiertos.

Cuando somos nosotros que nos elegimos los desiertos surgen los problemas: no crecemos, nos amargamos, nos entristecemos.

 

Cada cual es único y original. Cada cual tiene su propio y bellísimo desierto, donde el Espíritu nos hará florecer.

Por eso el camino espiritual justamente se centra en aprender a dejarnos empujar por el Espíritu; aprender a leer, detrás y en el fondo de nuestros desiertos, la Presencia amorosa del Espíritu que nos quiere conducir a la plenitud del Amor.

 

Vivirnos desde el Espíritu es la aventura más extraordinaria, una aventura que nos lleva al Corazón del Misterio, una aventura que nos conducirá de sorpresa en sorpresa y de asombro en asombro.

Una aventura que hará florecer hasta los desiertos más áridos.

Animémonos: de la mano del Maestro.

 

 

 

 

 

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