sábado, 10 de febrero de 2024

Marcos 1, 40-45


 


La lepra al tiempo de Jesús no era solo una terrible enfermedad física, sino también social: el leproso quedaba marginado y excluido de la sociedad y de los vínculos. El leproso se sentía solo y abandonado a su suerte. Por eso entendemos el grito desesperante que el leproso de nuestro texto le dirige al maestro: “Si quieres, puedes purificarme”.

 

Jesús se conmueve, nos dice Marcos.

 

Jesús se deja afectar por el dolor; su corazón es un corazón tierno, sensible, abierto. Jesús siente. No tiene miedo de sentir. El budismo subraya con fuerza que el ser humano es un ser sintiente. Estamos hechos para sentir, pero a menudo no queremos sentir y huimos. Nos desconectamos de nuestras emociones, nos desconectamos del sentir y perdemos la cita con la vida. La vida hay que sentirla. Jesús se abre, siente, asume sus emociones.

 

¿Y qué ocurre cuando nos dejamos sentir y no huimos?

 

Surge la compasión. El sentir nos abre a la compasión, porque la compasión vive en nosotros. La compasión va de la mano con nuestra propia esencia, porque nuestra esencia es común y compartida. Somos uno: por eso surge la compasión. Cuando sentimos no podemos quedar indiferentes frente al sufrimiento de otro ser viviente, porque lo percibimos como parte de nosotros, expresión del mismo Espíritu y de la misma Vida.

 

La compasión la podemos también entrenar, junto con el sentir. Podemos aprender a no huir frente a la realidad, al sufrimiento nuestro o ajeno. Podemos aprender a recibir sin miedo y con ternura, las emociones y los sentimientos que aparecen.

Todo esto, de a poco, nos irá haciendo más humanos, más completos, más integrales. Nos irá unificando con la Vida.

 

Y veremos milagros. El leproso se cura. La compasión cura, bien lo sabemos.

La compasión abre el espacio que permite la sanación. La compasión devuelve la dignidad y la consciencia de ser amados, así como somos.

 

Nos queda un detalle sorprendente para analizar.

 

Jesús ordena al leproso de no divulgar la sanación, pero el leproso curado, desobedece.

 

Me gusta y es muy sugerente esta sana desobediencia del leproso. El leproso no puede callar; su alegría desborda. Más allá de la sanación física, fue tocado, fue visto, fue amado.

¡Alguien lo vio, por fin!

 

La compasión de Jesús le devolvió su plena dignidad y lo reincorporó a la familia, a los vínculos, a la sociedad.

 

¿Cómo callar?

¿Cómo callar cuando el amor nos devuelve la vida?

 

La desobediencia del leproso curado, generó tanta vida que Jesús tuvo que esconderse en el desierto.

¡Cuántas personas se habrán encontrado con Jesús a motivo de la desobediencia del leproso!

Gracias a la desobediencia del leproso, muchos conocieron a Jesús y pudieron disfrutar también de sus palabras y del toque amoroso y sanador de su mano.

 

El Espíritu también actúa en la desobediencia y en la rebeldía.

 

Me imagino la sonrisa cómplice del maestro al enterarse de la desobediencia del leproso… tal vez fue uno de los acontecimientos que lo llevó a decir: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).

 

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