viernes, 9 de agosto de 2024

Juan 6, 41-51


 

Los judíos murmuraban de él”: así empieza nuestro texto… ¡no muy bien que se diga! La palabra griega, traducida con “murmuraban” tiene también el matiz de la queja, del descontento.

 

El evangelio de Juan es el más crítico con el judaísmo – las razones son históricas, teológicas, apologéticas – y por eso, en este evangelio, los judíos aparecen como los enemigos principales del maestro Jesús. En este caso Juan nos dice que murmuran y critican.

 

Murmuración y critica parecen venir de fabrica con nuestro ADN humano y sabemos cuánto daño hacen a las personas, a las comunidades, a la iglesia, a los grupos, a la familia y a la amistad.  

 

No obstante, nos cuesta salir de esta tentación. ¿Por qué?

 

Esencialmente porque nos resulta más cómodo criticar que comprender: tratar de comprender cuesta más esfuerzo que criticar.

Lo dijo claramente la extraordinaria científica francesa Marie Curie, premio nobel de física en 1903 y de química en 1911 por sus descubrimientos sobre la radioactividad: “Nada en la vida debe ser temido, solo debe entenderse. Ahora es el momento de entender más, para que podamos temer menos.

 

El trasfondo de la murmuración y de la negativa a entender, siempre son los miedos y las heridas emocionales.

 

Cuando una persona está feliz consigo misma, se siente amada y plena, la murmuración se cae por sí sola.

 

El primer y gran mensaje de nuestro texto entonces lo podemos resumir así: cuando no entiendo a una persona o una situación, en lugar de murmurar y criticar – es un desperdicio de energía que no aporta nada – puedo hacer un esfuerzo para tratar de entender.

 

Tratemos entonces de entender al maestro Jesús en este maravilloso versículo: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió” (6, 44).

 

El termino griego que se traduce con “atrae” también se puede traducir con “arrastra”: este matiz subraya cierta fuerza vital.

 

Esta fuerza vital inspiradora no puede ser que el Espíritu, este mismo Espíritu del cual Jesús dijo: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).

San Pablo lo expresa de esta manera: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar Abbá, Padre.” (Rom 8, 14-15).

 

El Espíritu que nos habita, es la fuerza amorosa e irresistible que nos atrae, que nos arrastra hacia Dios.

 

Entonces, la pregunta esencial es: ¿Soy consciente de esta atracción?

 

Pregunta que nos lleva a otra: ¿Soy consciente del Espíritu que me habita?

 

 

En un texto hermoso, el teólogo y místico bizantino del 1300, Nicolás Cabasilas, nos dice:  

 

Por todas partes nos orienta hacia Él, y no nos deja dirigir nuestro espíritu a otro objeto ni enre­darnos en amor de criatura. Si dirijo mi deseo hacia un objeto, allí está El para saciarnos. Doquiera me encamino, allí le encuentro ocupando el sendero y alargando su mano al caminante: Si subo al cielo – dice el Profeta –, allí estás Tú; si bajo a los infier­nos, también allí estás presente; si robando las plu­mas a la aurora quiero habitar al extremo de los ma­res, allí me cogerá tu mano y me retendrá tu diestra”.

Con la misma necesidad, pienso yo, con que impulsó a los invitados a entrar en su casa y a participar en su convite, cuando dijo a su siervo: Oblígalos a entrar para que se llene mi casa, nos atrae a Sí y nos une a Él con admirable necesidad y fuerza llena de amor.

 

En el fondo la clave está en conectar con el deseo y el anhelo del corazón.

 

Estamos hechos para el Infinito. Estamos hechos para Dios. Estamos amasados de eternidad, de amor, de luz. Nuestra alma es divina y desde ahí quiere vivir y expresarse y, cuando no puede o no lo logra, sufre.

Por eso San Agustín pudo decir: “Nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.

 

Comprendemos entonces que, en el fondo, atracción y deseo son las dos caras de lo mismo: el deseo es atracción y la atracción es deseo.

 

Descubrir el deseo/anhelo y conectar con él, es entonces primordial.

 

Una última advertencia: hay otra atracción y bien lo sabemos. Estamos hechos también de sombras y, como vimos, las heridas y los miedos condicionan nuestro deseo y atracción. 

Por eso que Santiago, en su carta, usa la misma palabra que Juan para advertirnos sobre la atracción de una sensibilidad herida:

 

Nadie, al ser tentado, diga que Dios lo tienta: Dios no puede ser tentado por el mal, ni tienta a nadie, sino que cada uno es tentado por su propia concupiscencia, que lo atrae y lo seduce” (San 1, 13-14).

 

¡Vigilemos!

¡Qué solo nos atraiga la belleza del amor y el Infinito!

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