“Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian”: así empieza el texto evangélico de este domingo.
Estamos frente a unas de las palabras más fuertes y exigentes. Es un texto que nos interpela, nos hiere en lo profundo, nos revela nuestra verdad.
¿Amamos a los enemigos?
¿Bendecimos a los que nos maldicen?
¿Oramos por los que nos hacen daño?
¿Cómo interpretar y comprender un mensaje tan fuerte?
Es un texto que necesita horas de silencio y de reflexión. Leerlo superficialmente nos llevará por caminos peligrosos. Es interesante, antes que nada, ver como Jesús lo vivió.
Sin duda Jesús amó a “sus enemigos”, pero… ¿qué significa amar a los enemigos? ¿Cómo los amó Jesús?
El amor de Jesús por el enemigo, no es un simple “buenismo” y no está exento ni de la verdad, ni de la firmeza… a su amigo Pedro, le dice: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!” (Mt 16, 23).
Por eso Teresa de Ávila pudo decir: “Señor, no me extraña que tengas tan pocos amigos si así tratas a los que tienes.”
Jesús ama a los amigos y “a los enemigos” dando la vida y, paralelamente denunciando la hipocresía, diciendo la verdad, cuestionando, invitando a la conversión.
Es el gran aprendizaje del amor.
¿Por dónde empezar?
Por asumir la paradoja, como siempre: amar a los enemigos pasa por la comprensión de que no hay enemigos.
Como nos dice el cuento zen:
- Maestro, ¿Cómo deberíamos tratar a los otros?
- No existen los otros.
El primer paso para poder amar a los enemigos – ofrecer la otra mejilla, rezar por los que nos persiguen, bendecir a los que nos maldicen – pasa por la profunda comprensión de la Unidad que somos y que nos habita.
En su sentido más profundo y más real, somos unidad y somos uno: entonces no hay otros y, menos, enemigos.
La experiencia de “los otros” y de la enemistad, se da en un nivel más superficial del ser y de la existencia.
Por eso es fundamental tener presente las distintas dimensiones de lo real y de la existencia.
Experimentamos “los enemigos” a nivel psíquico y emocional. En la dimensión del Espíritu no hay enemigos.
Es sumamente interesante y sugerente que la entrega de Jesús en la cruz y el perdón a sus verdugos, vaya de la mano con la entrega del Espíritu: “E inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19, 30).
Cuando nos centramos en el Espíritu y vivimos desde ahí, lograremos vivir con paz y sabiduría “la enemistad” psíquica y emocional.
En esta experiencia humana – concreta, condicionada, limitada – nos tenemos que enfrentar con situaciones complejas y desafiantes. A menudo hacemos la experiencia de problemas de relación, de las injusticias, de la opresión, de que nos dañen.
Todo esto es parte del ser humano y de la humanidad: no nos tenemos que asustar. Todo esto nos ocurre para llevarnos, de a poco, al nivel del Espíritu.
Entonces aprendemos – con paciencia y tropiezos – la sabiduría del amor.
Aprendemos a poner los límites, a protegernos, a cuidarnos. Aprendemos que no podemos amar a los demás, sin amarnos a nosotros mismos. Aprendemos a cuestionar y a ser honestos y verdaderos. Como Jesús.
Aprendemos que, a veces, es necesaria también la firmeza y la denuncia y que, cortar con una relación toxica o dañina, puede significar ser fieles a la Unidad que somos y que le estamos haciendo un servicio al agresor.
Pero haremos todo esto, desde la Consciencia de Unidad. Viviremos la posible “enemistad”, desde la consciencia profunda que no existe.
A nivel de la esencia, solo hay luz.
Por eso el texto de Lucas termina con el extraordinario versículo: “Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (6, 38).
Cuando nuestra percepción se ha purificado, cuando vemos en todo lo Uno y la Presencia, todo será vida desbordante. Veremos Vida y Presencia por doquier. Veremos Vida, también en “los enemigos”.
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