sábado, 8 de febrero de 2025

Lucas 5, 1-11


 

Los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes”: Jesús se asoma a lo cotidiano, llama desde lo cotidiano, transforma lo cotidiano. Jesús hace pleno y completo lo cotidiano. Lo cotidiano es la Casa del Espíritu.

 

¿No es maravilloso?

 

Lo que con frecuencia se subraya como un refrán – desde distintas visiones – es profundamente real y verdadero: convertir lo ordinario en extraordinario.

Dicho de otra forma: descubrir la plenitud en lo cotidiano.

 

El lugar del encuentro con Dios es lo cotidiano. Desde siempre la mística lo repite y nos cuestiona con la pregunta: ¿Si no encuentras a Dios aquí y ahora, adonde quieres encontrarlo?

 

O Dios está aquí y ahora o no es Dios.

Presencia es, tal vez, uno de los nombres más acertados para hablar del Misterio. Dios es Misterio de Presencia, también en la Ausencia, suya o nuestra: la Ausencia es una forma de Presencia.

Es la Presencia que define la Ausencia, como es la luz que define la oscuridad.

 

Volvamos:

Los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes”:

 

¿Bajaste a lo cotidiano?

¿Cuáles son tus redes?

 

Ahí el Espíritu te está esperando, como el amado espera a la amada en el Cantar de los Cantares:

 

Eres toda hermosa, amada mía, y no tienes ningún defecto. ¡Ven conmigo del Líbano, novia mía, ven desde el Líbano! Desciende desde la cumbre del Amaná, desde las cimas del Sanir y del Hermón, desde la guarida de los leones, desde los montes de los leopardos.

¡Me has robado el corazón hermana mía, novia mía! ¡Me has robado el corazón con una sola de tus miradas, con una sola vuelta de tus collares!” (4, 7-9).

 

En lo cotidiano el Espíritu te espera, como sugiere la extraordinaria metáfora del Apocalipsis: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (3, 20).

 

Cuando nos hacemos conscientes de la Presencia, lo cotidiano desborda abundancia y todo nos habla del Misterio, hasta el detalle más insignificante.

 

Nos dice nuestro texto:

 

Sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse” (5, 6): descubrimos que la esencia de Dios es la entrega, el darse. Dios es dador.

 

¿Por qué la creación?

Porque Dios no puede no dar, no puede no darse, no puede no revelarse.

¡Conmovedor!

 

Jesús, con su vida, sus gestos, sus palabras, vino a decirnos esta verdad asombrosa y transformadora.

 

El evangelio está repleto de estas metáforas de abundancia y tal vez es justamente el evangelista Lucas el que más insiste en el tema de la abundancia: “Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (6, 38) y “la cosecha es abundante” (10, 2).

 

Esta abundancia de la vida se manifiesta y se revela en todo: solo debemos poner atención y abrirnos.

Es la fuerza de la vida de la flor que rompe el cemento para poder vivir, revelarse y regalarnos su perfume y su color.

Es la fuerza de la vida que se revela en la capacidad de resiliencia de tanta gente, en la capacidad de recomenzar, a pesar y a través del dolor y de la muerte.

La vida es más fuerte.

Lo vemos en estos tiempos de guerras: la fuerza de la vida no para, no se detiene. Entre tanto dolor – a menudo desesperación –, la gente vuelve a su hogar, se reconstruye lo destruido por la estupidez humana, los niños no dejan de jugar, se logra perdonar, se apuesta por la vida otra vez.

 

La vida ya venció, la abundancia ya venció.

Porque Dios es este Misterio de Vida abundante. El Espíritu nos invita a entrar en esta dinámica y a dejarnos ser instrumentos de vida y de abundancia. Fue el camino del maestro de Nazaret y es el nuestro.

Resuenan poderosas sus palabras: “yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).

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