sábado, 8 de marzo de 2025

Lucas 4, 1-13


 

Como siempre, al empezar el camino cuaresmal, se nos presenta el texto de las tentaciones de Jesús en el desierto.

 

Es una catequesis con profundas referencias simbólicas, muy bien armada por el evangelista Lucas.

 

Nos centraremos en tres aspectos, presentes en los primeros dos versos (4, 1-2): el Espíritu, el número cuarenta, el desierto.

 

Comencemos con el hecho sorprendente y que, casi siempre, pasa desapercibido: Lucas nos dice que Jesús está “lleno del Espíritu Santo”.

 

Jesús padece la prueba y la tentación, desde la abundancia no desde la carencia, desde la comunión con Dios y no desde la lejanía.

 

Estamos acostumbrados en pensar que la tentación nos viene de nuestras faltas, tibieza y limitaciones. La prueba y las dificultades pueden ocurrir también a partir de la abundancia y de la Presencia del Espíritu.

Este mensaje tan contundente y revolucionario nos sugiere algo extraordinario: toda dificultad, toda prueba, toda tentación está custodiada en el Espíritu y desde el Espíritu. En la mística hebrea se habla de supervisión divina: todo está supervisado por Dios, nada se le escapa.

No debemos considerar los momentos oscuros de la vida como un castigo. Los momentos oscuros pueden ser el resultado de nuestras decisiones equivocadas, pero también pueden ser un regalo del Espíritu que quiere hacernos crecer. Si lo sabemos aprovechar, en la oscuridad y en la prueba, se crece más rápido que en la luz y en la comodidad.

Tenemos que ser lúcidos y discernir:

La prueba, la dificultad, la tentación, ¿son consecuencias de mis errores o vienen de la plenitud del Espíritu?

 

Los cuarenta días reflejan, obviamente, un número simbólico, especialmente en conexión con el éxodo de Israel en el desierto durante cuarenta años.

El numero cuarenta se repite en otros momentos claves de la historia bíblica. Veamos:

 

·     Es la cantidad de días y noches del diluvio (Génesis 7, 12).

·     Isaac y Esaú tenían 40 años cuando se casaron (Gen 25, 20; Gen 26, 34).

·     Moisés estuvo 40 días y 40 noches en el monte Sinaí (Deuteronomio 9, 9-11).

·     Los espías de Israel exploraron la tierra prometida durante 40 días (Num 13, 25).

·     Goliat retó a los israelitas durante 40 días antes de que David lo venciera (1 Sam 17, 16).

·     David reinó durante 40 años (1 Reyes 2, 11), al igual que Saúl (Hch 13, 21) y su hijo Salomón (1 Reyes 11, 42).

·     El profeta Elías pasó 40 días de ayuno en el desierto hasta encontrarse con Dios en el monte Horeb (1 Reyes 19, 8).

·     Jonás anunció que Nínive sería destruida a los 40 días (Jon 3, 4).

 

En la mística hebrea y en la psicología, los cuarenta años de edad de una persona (entendidos elásticamente), representan un giro fundamental; es la famosa “crisis de los cuarenta”.

En definitiva, el numero cuarenta nos sugiere una época de cambio, un salto de calidad, un proceso de crecimiento y de novedad.

El tiempo de Cuaresma está constituido, no acaso, por cuarenta días. Aprovechemos este tiempo de gracia, para una real transformación.

 

El símbolo y la imagen del desierto es también fundamental y muy presente en la Biblia.

 

En el hebreo bíblico, “palabra” (dabar) y “desierto” (midbar) comparten la misma raíz, a indicar que la palabra se escucha en el desierto. Sin desierto la escucha se hace difícil o imposible.

 

El desierto es la condición de posibilidad de la escucha. En el desierto no hay distracciones, en el desierto hay soledad y silencio. En el desierto nos enfrentamos con nosotros mismos, con nuestras heridas y nuestros miedos.

 

Nos dice Josep Otón Catalán, refiriéndose al desierto: “este lugar donde no hay nada, es el escenario privilegiado para vivir el propio autoconocimiento, puesto que no hay dónde esconderse ni con qué disimular.

 

En este tiempo que comienza, busquemos “nuestro desierto”: un lugar – físico o simbólico – de apertura y de escucha, un lugar donde crecer en la comunión con el Espíritu y en la disponibilidad a pasar por la prueba, por el fuego del amor que nos purifica.

 


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