En este segundo domingo de Adviento se nos presenta la figura de Juan Bautista y su tajante invitación a la conversión.
Me parece muy sugerente la imagen del árbol cortado: “El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (3, 10).
Esta metáfora empalma a la perfección con el texto de Isaías de la primera lectura: “Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces” (11, 1).
Hacha, tronco, raíz, fruto: intentemos conectar estas imágenes y dejémonos sorprender y cuestionar por los importantes mensajes que se desprenden.
El tronco de Jesé habla de un “resto”: ¿Qué resta de un árbol cortado? Un tronco. La categoría bíblica del “resto” es central en la visión y la teología bíblica. Siempre queda un resto. Cuando las cosas se ponen mal, cuando la humanidad pierde el rumbo, cuando Dios corrige a su pueblo, “algo queda”: es el famoso resto, un resto que volverá a dar vida, un resto que expresará la fidelidad de Dios. Después del diluvio, resta Noé. Después de la deportación del pueblo a Babilonia, queda un resto: el “resto de Israel”. Y así sucesivamente.
Isaías, fiel a la categoría teológica del “resto”, nos presenta la imagen del tronco de Jesé, padre del rey David: la dinastía de David parece extinguirse. Asiria invade Israel y del pueblo parece no quedar nada, sino solo un tronco sin vida. Pero, de este tronco, surgirá un retoño, vida nueva. Los cristianos leemos este retoño en clave cristológica: del tronco, aparentemente muerto, brota el Mesías, Jesús de Nazaret, descendiente de David.
Resta un tronco, resta poco: de este poco, habrá vida. De lo que resta, Dios seguirá generando vida.
Jesús, empapado por esta sabiduría y experiencia, seguirá con esta enseñanza: de lo poco, de lo que resta, se engendra vida. Jesús trabaja con los restos: cinco panes y dos pescados, seis tinajas de agua sucia, doce apóstoles, un grano de mostaza, poca levadura en la masa. Jesús nos muestra que, desde un resto y desde lo poco, la vida brota, crece y se multiplica.
Isaías reafirmará esta idea con las famosas metáforas: el Mesías “no romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que arde débilmente” (42, 3).
Aprendamos entonces a valorar lo pequeño y lo poco, a valorar nuestros restos: nuestra fragilidad, el poco tiempo, la pocas fuerzas, los pocos recursos, los pocos talentos. El resto, amado y ofrecido, brotará en vida abundante y fecunda.
Esta misma vida abundante que, a menudo y paradójicamente, se nos presenta en forma de hacha: la vida nos corta, nos poda. Lo sabemos y lo experimentamos. Las experiencias de dolor, de perdidas, nos dejan como un simple y pobre tronco. A veces queda poco y lo que queda parece muerto… pero la vida resurge. La vida rebrota continuamente: ¡esta es la resurrección! Desde dentro, hasta desde dentro de la muerte, la vida resurge. ¿Por qué? Porque la raíz nunca muere. El hacha de Juan Bautista, en realidad, nunca llega a la raíz. Un hacha nunca puede llegar a la raíz. Juan, fiel a su estilo profético, quiere subrayar la importancia de dar fruto. Jesús recuperará esta urgencia: “Al ver una higuera cerca del camino, se acercó a ella, pero no encontró más que hojas. Entonces le dijo: «Nunca volverás a dar fruto». Y la higuera se secó de inmediato.” (Mt 21, 19).
Podemos entonces leer nuestra existencia como una invitación a la vida y a una vida fecunda. Una hermosa invitación a dar fruto. Todo lo que nos ocurre, nos invita a descubrir y redescubrir, la raíz divina que somos y que nos habita.
Siempre recomenzar, siempre adelante. Siempre naciendo de nuevo, como retoños del Espíritu. Siempre brotando con fuerza, como una flor entre las grietas del hormigón.
Siempre naciendo, una y otra vez, de lo que queda, de lo que resta. Naciendo de nuevo de nuestra raíz: el Espíritu.
Es la invitación que Jesús le hizo un día a Nicodemo: “Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3).

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