domingo, 10 de junio de 2018

Marcos 3, 20-35




En este texto Marcos concentra distintos e importantes aspectos del mensaje de Jesús:
1)   La relación con su familia y su entorno
2)   El pecado contra el Espíritu Santo
3)   La voluntad de Dios

Vamos a ver brevemente cada uno intentando dar una visión unitaria. Son tres dimensiones de la misma realidad.

·   La relación de Jesús con su familia y su entorno no fue fácil. En distintos lugares de los evangelios transluce – a veces entre líneas – este aspecto (Mc 6, 1-6; Lc 4, 28-29). Nos podríamos preguntar el por qué. Como siempre la realidad es compleja y tiene muchas puntas. Subrayo dos. En primer lugar, vivir desde la fidelidad a uno mismo y en la coherencia siempre produce algún rechazo y, muchas veces, este rechazo viene del entorno más cercano y de los que, supuestamente, deberían apoyarte y comprenderte. Por eso también el refrán que el mismo Jesús cita a partir de su propia experiencia: “Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra” (Lc 4, 24). Es la misma situación de la pregunta de Natanael a Felipe acerca de Jesús: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1, 46). A nuestro ego le cuesta reconocer los dones – a veces maravillosos – de las personas que tenemos cerca, con las cuales comemos y conversamos todos los días. ¿Qué hay de extraordinario en Jesús? “¿No es este el hijo del carpintero?” (Mt 13, 55) se pregunta la gente… Lo extraordinario está a la vuelta de la esquina y la maravilla se esconde en lo cotidiano. En segundo lugar, un hecho paradójico y que vemos reflejado en nuestras sociedades. Se podría decir así: en una sociedad enferma se acusa de enfermos a los pocos sanos. José Antonio Pagola lo explica recurriendo a Freud que “en su obra «El malestar en la cultura», consideró la posibilidad de que una sociedad esté enferma en su conjunto y pueda padecer neurosis colectivas de las que, tal vez, pocos individuos son conscientes. Incluso puede suceder que, dentro de una sociedad enferma, se considere precisamente enfermos a aquellos que están más sanos.” En una sociedad consumista que se deja arrastrar por una vida de comodidad, superficialidad y excesos, alguien que enseña el desprendimiento y la entrega es mejor considerarlo “loco”… como hicieron con Jesús sus parientes. Sería necesario preguntarnos con total lucidez: ¿Qué es más sano? ¿Vivir desde el egoísmo y el consumo o desde el amor, la comunión y la entrega? Después de responder tendríamos que vivir consecuentemente…
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   Sobre el “pecado contra el Espíritu Santo” los estudiosos y los biblistas se devanaron los sesos para comprender: “¿Cuál será este pecado tan grave ?”. Desde una postura tradicional y fundamentalista no hay salida. Además es muy probable que la afirmación no sea del mismo Jesús, sino del evangelista. A mi entender el “pecado contra el Espíritu Santo” no es un pecado especifico, sino una actitud. Una actitud que no nos permite vivir la vida en plenitud. Definiría esta actitud como “superficialidad”. Nuestra sociedad carece a menudo de profundidad e interioridad y cuando falta interioridad se vive en la superficie y la trivialidad. Lo cotidiano, lugar del Misterio, se convierte en lugar de lo banal. El Espíritu justamente es el lugar más íntimo y más interior. Es la raíz de nuestro ser y la dimensión divina que nos convoca y engendra y es el lugar donde experimentamos la unidad. Por eso Jesús, en nuestro texto, habla de la división como signo de la falta del Espíritu y de la superficialidad. Pecar contra el Espíritu es entonces vivir desde la superficie y desde lo trivial. El camino de sanación pasa necesariamente por la interioridad. Solo el hombre interior es fuerte, estable, coherente. Por eso Jesús usa esta bella comparación: “nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa” (Mc 3, 27). Nadie puede entrar en nuestra interioridad vivida, amada, asumida. Vivir desde la interioridad es el camino hacia la plenitud y la entrega.

·     Al finalizar nuestro texto Jesús invita a hacer la voluntad de Dios como medio para vivir y experimentar una unión más estricta con él. La relación humana vuelve a relucir como centro del mensaje evangélico. “La relación humana y fraterna entre los discípulos – si esa relación es verdaderamente humana y fuerte – tiene un poder que está por encima incluso de las relaciones más fundamentales de familia. Cuando estamos dispuestos a eso, es decir, cuando ponemos de verdad a Jesús en el centro de nuestras vidas, tiene más poder y es más determinante que el amor a una madre y a unos hermanos. Esto es capital para empezar a entender la vida y la enseñanza de Jesús.” (José María Castillo). Más allá de esto sigue pujante la pregunta: ¿Qué es esta famosa Voluntad de Dios?”. “Famosa” porque fue y es el eje de muchas vivencias de la iglesia y porque, mal interpretada, fue y es motivo de sufrimiento para muchos. Hay que salir – de una vez por todas – del ingenuo antropomorfismo que aplica a Dios, sin más, las categorías humanas. A partir de nuestra experiencia existencial de “voluntad” aplicamos a Dios el mismo criterio, siempre partiendo de la ilusión de que este supuesto “dios” es un Ente separado – eterno y omnipotente – que vive no se sabe donde y actúa como un superhéroe o un Superente. Este concepto de la divinidad no se puede ya sostener, pese a las resistencias que hay. La iglesia vivió y vive muchas veces de esta suposiciones cuando afirma que la jerarquía en todas sus variantes, detiene y nos revela esa supuesta voluntad de Dios. Detrás está sin duda la tentación siempre presente del poder y la ingenua y peligrosa creencia de poseer la verdad. Comparto plenamente las palabras de Enrique Martínez Lozano: “«Cumplir la voluntad del Padre» no significa ningún tipo de sometimiento a una divinidad separada, presentada a veces como caprichosa, que buscara dirigir nuestros destinos desde «fuera». Cumplir la voluntad del Padre no es otra cosa que amar lo que es. La «voluntad de Dios» no puede ser sino «lo que es»; cualquier otra cosa, sería un añadido mental. Y cumplirla significa alinearse con ello, amar lo que viene y permitir que lo «lo que es» se manifieste y fluya a través de nosotros. Los místicos teístas han sabido recibir todo como expresión de la voluntad de Dios. Así lo expresaba San Juan de la Cruz, a escasos meses de su muerte, despojado de todo cargo, olvidado de todos y «echado en un rincón», en una carta a la carmelita María de la Encarnación, en Segovia: «Estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios.»

En el lenguaje de su tiempo y a partir de su cultura religiosa teísta (la creencia en un dios separado que interviene desde fuera) Juan de la Cruz – como todos los místicos de todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad – confirma que la voluntad de Dios coincide con «lo que es».

Entendida y vivida así todo se transforma. Todo toma luz. Todo se convierte en epifanía de lo divino. Pero la mente esto no lo entiende: por eso el camino místico es esencial. Y el camino místico no es otra cosa que el camino de la interioridad y la profundidad. 


jueves, 7 de junio de 2018

La hipocresía del Mundial y mi huelga


Me gusta el fútbol, siempre me gustó. Cuando niño jugaba en el parque en frente de mi casa. Muchas horas por día. En el equipo de mi parroquia me convertí en un buen delantero… los arqueros contrarios me conocían bien y me tenían respeto (¡algunos terror!). También me gustaba seguir las ligas y mirar los partidos: como muchos niños, adolescentes, jóvenes y adultos. Ayer como hoy.
Ahora prácticamente ni miro fútbol. Solo juego, de vez en cuando, con los amigos veteranos de Rodó.
Ya el fútbol casi (¿?) no es un deporte: es un terrible negocio. Se terminó el fútbol como deporte, por lo menos a grande escala. Queda el fútbol como deporte donde hay poco dinero y pocos intereses.
Una pena: el deporte nos depara valores humanos muy importantes, cuales el compañerismo, la solidaridad, el esfuerzo, la paciencia, la disciplina, el aprender a lidiar con el éxito y el fracaso, el deseo de crecer y superarse.

Se viene el Mundial de Rusia 2018.
Se viene el Mundial y el mundo parece pararse.
En realidad se para el mundo del bienestar, del mundo occidental y de los países que puedan permitirse este lujo.
Parece confirmarse el antiguo refrán romano de cómo gobernar (dominar) al pueblo: “panem et circenses”, literalmente “pan y circo”.
Afuera de metáfora sabemos lo que significa: para gobernar sin muchos problemas basta darles al pueblo algo para comer y algo para divertirse.
Cambió el mundo y cambiaron las técnicas de los gobiernos pero parece que sigue rigiendo esta dinámica, tal vez de una manera más oculta y más perniciosa. Por eso: más difícil de detectar.
Una dinámica, por cierto, no muy digna del ser humano y – menos – alentadora de su desarrollo integral.

El circo del fútbol es algo que yo definiría – recurriendo a una palabra lo más suave posible – de esta manera: escandaloso.
El dinero que gira alrededor del fútbol es algo que tendría que producirnos nauseas, cuando en nuestro mundo sigue el azote del hambre, de la miseria, de la producción y ventas de armas, del narcotráfico y la trata de seres humanos.
Por no hablar de otros lamentables aspectos que acechan al mundo del fútbol: la corrupción, el fanatismo y la violencia, la idolatría, los derechos televisivos millonarios, la injerencia política. A menudo uno tiene la impresión que el fútbol manda también en la vida política: es conocida la presión del presidente Putin para llevar el Mundial a Rusia.   

El mundo se para, para ver el Mundial: pero el mundo no se para frente a la guerra de Siria que desde años hace víctimas inocentes y dejó miles de huérfanos.
El mundo se para, para ver el Mundial: pero el mundo no se para frente a los miles y miles de refugiados y exiliados.
El mundo se para, para ver el Mundial: pero el mundo no se para frente al escandalo del narcotráfico, la pobreza, la corrupción política, las dictaduras del tercer milenio, el capitalismo salvaje, la crisis ecológica.
Esta hipocresía no la soporto. Perdón.
Me declaro en huelga: intentaré no ver ningún partido.
Nada personal con el fútbol: seguiré jugando y, eso espero, metiendo algún gol.

Tal vez a más de uno surgirá el cuestionamiento: ¿Qué tiene que ver todo esto? ¿Qué puedo hacer yo? Por mirar o no mirar un partido no voy a cambiar el mundo…
Por un lado tal vez es cierto.
Pero si miramos las cosas más en profundidad podemos descubrir otras y más importantes dimensiones.
Hay una incoherencia de fondo que es persistente, oculta y no la logramos ver. Por eso los dominadores del mundo siguen ofreciéndonos “panem et circenses”.
Es hora de despertar.

Nos quejamos a menudo de la multinacionales y del consumismo: y seguimos comprando Coca Cola y yendo a MacDonalds… sabiendo también perfectamente que son perjudiciales para la salud.
Decimos que deseamos la paz y no ponemos las mínimas condiciones para que se pueda dar: siempre corriendo, compitiendo, comprando, deseando.
Decimos que la familia y las relaciones son lo más importante y no les dedicamos tiempo de calidad ni toda la atención necesaria.
Somos hipócritas. Tal vez hipócritas inconscientes, pero hipócritas al fin.
Nos gana la comodidad y la superficialidad.
El circo del fútbol sigue – como la venta de Coca Cola y demás productos de consumo de masa – porque tiene millones de “clientes”.
Sigue, porque “vende”. Sigue el escandalo y la hipocresía del fútbol porque seguimos yendo al estadio, viendo los partidos por la tele, comprando las camisetas de los jugadores.
¿Por dónde empezar? Por mí. Por cada uno. No hay otro caminos.

Arranca el Mundial: nos sentaremos en nuestros cómodos sillones, picada pronta, plasma encendido, amigos o familia reunida y la pelota comenzará a rodar.
Cantaremos el himno, flamearán las banderas, gritaremos algún gol: el circo del fútbol nos hará olvidar por 90 minutos de los huérfanos sirios que – con suerte – jugarán con una pelota pinchada entre los escombros dejados por las bombas.
El circo del fútbol nos hará olvidar que muchos de los jugadores ganan más dinero en un mes que un obrero en toda su vida.
El circo del fútbol nos hará olvidar que los derechos de imagen de muchos mundialistas y los seguros de sus piernas cubriría la deuda externa de muchos países africanos.
Rodará la pelota en Rusia y acá en Uruguay nos olvidaremos de las tarjetas de Sendic, de los auto-convocados, de la fatal cosecha de soja y de la cara de Bonomi y la inseguridad.
Y no solo durante el mes del Mundial. Se seguirá “viviendo” del Mundial también después, con estos absurdos programas de debates futbolístico donde discuten y pelean por si era o menos posición adelantada y si el mal rendimiento de un jugador se debió a los morrones fritos que se comió en la cena.
Yo prefiero tener los ojos llenos de amaneceres y floraciones.
Y no quiero olvidar, discúlpenme. No quiero que el fútbol, ni cualquier otra cosa, narcotice mi sensibilidad y mi amor. Quiero quedar consciente, pese al dolor que produce.
Y quiero aportar mi granito de arena y de consciencia.
Una pequeña luz puede encender otras y puede iluminar una gran oscuridad.
Confío en esta pequeña luz. Confío que muchos compartan esta visión y este sentir.
Me declaro en huelga: no miraré el Mundial.
Me sentaré en silencio, consciente de la luz y de la paz.
Me sentaré en silencio, rescatando lo bueno que sin duda el Mundial nos dejará: nos juntaremos, nos sentiremos más unidos, comeremos juntos, festejaremos juntos.
Me sentaré en silencio con todos los marginados de la tierra, sintiendo su soledad, su tristeza y su dolor.
Me sentaré, una y otra vez, asumiendo mi hipocresía y la hipocresía del mundo e intentando ser más auténtico, más transparente, más consciente: por mí y por todos. También por el inhumano circo del fútbol.

Buen Mundial para todos. Buen Mundial así.





domingo, 3 de junio de 2018

Marcos 14, 12-16. 22-25.





La iglesia celebra hoy la fiesta del Corpus Christi: fiesta de la Misa, fiesta de la Presencia Eucarística.
Quiero comenzar esta reflexión con dos cuestionamientos contundentes de dos teólogos actuales:

El primero: “Es un hecho que la iglesia ha dispuesto las cosas de manera que, hoy en día, tal como la autoridad eclesiástica ha legislado que se tiene que celebrar la Eucaristía, la consecuencia es que más de la mitad de las parroquias del mundo no tienen, ni pueden tener misa al menos una vez a la semana. La cosa es evidente: en lugar de hacer lo que hizo Jesús aquella noche (compartir mesa y mantel con un grupo que, al menos en principio, se querían), se ha organizado una teología y un ritual, que, tal como se han puesto las cosas, no es posible cumplir el mandato del Señor. Se necesita un sacerdote que haya estudiado, que esté soltero, que sea hombre (y nunca mujer), que tenga la aprobación del obispo (y el obispo la ha de tener de Roma…). ¿Estamos seguros de que la iglesia tiene autoridad (dada por Dios) para hacer lo que está haciendo? ¿No tendríamos que manifestar nuestro desacuerdo con el esmero que se pone en la observancia de los ritos sagrados, al tiempo que se olvida de forma escandalosa el mandato de Jesús?” (José María Castillo).

El segundo: “Las preguntas son inevitables: ¿no necesita la Iglesia en su centro una experiencia más viva y encarnada de la cena del Señor que la que ofrece la liturgia actual? ¿Estamos tan seguros de estar haciendo hoy bien lo que Jesús quiso que hiciéramos en memoria suya? ¿Es la liturgia que nosotros venimos repitiendo desde hace siglos la que mejor puede ayudar en estos tiempos a los creyentes a vivir lo que vivió Jesús en aquella cena memorable donde se concentra, se recapitula y se manifiesta cómo y para qué vivió y murió el Señor?” (José Antonio Pagola).

No quiero entrar en el merito de los cuestionamientos ni intentar respuestas apresuradas: se necesitaría más espacio y tiempo y la necesaria brevedad de esta reflexión no me lo permite.
Voy abriendo caminos y dando pistas, dejando la puerta abierta para seguir profundizando y aportando.

El numero 10 del documento Sacrosantum concilium del Concilio Vaticano II afirma que la liturgia, y especialmente la Eucaristía, es la “cumbre y la fuente” de la vida de la iglesia.
Lindas palabras por cierto. Palabras que quedaron huecas y que poco tienen que ver con nuestra realidad.
¿Por qué?
La cena de Jesús se fue desviando de su significado original y originario hacia el culto y el rito. Culto y rito que por sí mismos no son negativos cuando expresan vida y hacen la vida más humana y plena. Celebrar es parte de la condición humana. Celebrar humaniza.

Tal vez recuperando el sentido de la cena de Jesús lograremos resignificar la celebración de la Eucaristía y actualizarla.

La cena eucarística de Jesús – la que llamamos “última cena” – fue, justamente, una cena. Una de las innumerables cenas del maestro.
La cena – y en general el comer juntos – en el mundo semítico era de una importancia vital. Expresaba familiaridad, confianza, intimidad. No se comía con cualquiera. Jesús vive todo esto con una novedad decisiva: abre la mesa a todos. Especialmente a los pobres y marginados. En la mesa de Jesús todos encuentran lugar y todos son bien recibidos.
Nuestras celebraciones no se parecen mucho a estas cenas y tienen una cantidad de reglas que hacen difícil que se perciba la novedad de la mesa de Jesús.

Seguimos avanzando con la pregunta:
¿Cómo entiende Jesús esta cena especial antes de morir?
Los evangelios son unánimes: como entrega. Hasta el evangelista Juan, que no relata la cena, expresa la entrega con el maravilloso texto del lavatorio de los pies. Juan – de manera sorprendente – no transmite la cena de Jesús (si solo tuviéramos este evangelio no existiría la Misa…) pero nos regala su significado más hondo: servicio, entrega, amor.
Jesús está celebrando su entrega: lo que vivió cada día de su vida y lo que va a vivir con su muerte. Entregando el pan a sus discípulos, Jesús se está entregando.
Posiblemente la expresión semítica del texto griego “Tomen, esto es mi Cuerpo” decía así: “Tomen, esto soy yo”.  
Hay que salir de una materialidad exclusivista del pan eucarístico – que significaría reducir la Eucaristía a culto y rito – y no perder el sentido universal y simbólico de la eucaristía. Ni su función de memoria.
Jesús nos invita a celebrar para recordarnos de él: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19).
Celebrar es hacer memoria de Jesús, de toda su vida, su enseñanza, sus opciones y, sobre todo, su entrega.
Lamentablemente en muchos casos se cuida excesivamente la liturgia olvidándonos del amor concreto que se hace entrega.
¿Por qué?
Sospecho y supongo porque es más fácil y menos exigente. Es más fácil preparar bien una linda celebración eucarística – cantos, flores, incienso, adornos y lecturas – que entregar la vida: escuchando, compartiendo el dolor, abriendo el corazón, dejando comodidades y egoísmos y dejándonos cuestionar por la realidad.

Por último no hay que olvidar la categoría de la Alianza. Categoría central en toda la Biblia y en la historia de Israel en la cual Jesús se inserta.
La cena de Jesús se inscribe en la cena pascual judía: cena que recuerda el pasaje del Mar Rojo y la liberación. Cena que sellaba la Alianza de Dios con su pueblo.
La cena de Jesús es la cena de la Alianza definitiva. En palabras actuales: una amistad eterna e indestructible.
Jesús en la última cena celebra el amor más grande, hecho amistad. Como ya había dicho: “Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” (Jn 15, 12-15).

Celebrar la Eucaristía es celebrar las relaciones humanas, es celebrar la comunidad que se engendra a partir de la amistad. Es celebrar que nos conocemos, nos apoyamos, nos sostenemos recíprocamente.

De todo lo que dijimos podemos extraer dos ulteriores e importantes consecuencias.
·     Nuestras celebraciones están saturadas de palabras. Siempre estamos hablando o escuchando. Se perdió el sentido del Misterio que viene, antes que nada, del silencio. En realidad nuestra escucha es muy superficial, porque no es total y radical. Nuestras Misas son, la mayoría de las veces, celebraciones mentales y racionales que no ayudan ni conducen a la vivencia del Misterio. Transformar la celebración de la Misa pasa, a mi entender, por dar más espacio al silencio, a lo simbólico, a las imágenes, dando más participación y protagonismo a la comunidad y – por supuesto – que parta de la vida y lleve a la vida. ¡Que sea la fiesta de la amistad y del amor!

·     Otra desviación de la cena de Jesús la podemos notar en la costumbre de la adoración eucarística y en las procesiones con el Santísimo Sacramento. Si todo lo que hemos compartido tiene sentido y resuena en nuestro corazón nos daremos cuenta de todo eso. Ya la iglesia había afirmado que la conservación del pan eucarístico en el sagrario después de la celebración se debía a la necesidad de atender a los enfermos, para que, en otro momento, se les pudiera llevar la Comunión a la casa. Solo en un segundo momento entró la dinámica de la adoración que nada tiene que ver – discúlpenme la sinceridad – con la cena de Jesús. Más allá de esto, tampoco tiene que ver con el rostro de Dios que Jesús nos reveló. Jesús nos reveló un Dios que es Amor y entrega, un Padre/Madre con entrañas de misericordia que se preocupa de cada ser viviente… no un Dios que quiere ser adorado por sus creaturas. La imagen de Dios que vamos vehiculando con adoraciones y procesiones eucarísticas es la de un Dios con un terrible Ego y supernarcisista que pretende adoración y culto: una imagen también más cercana al Dios del Antiguo Testamento que al Dios del evangelio.
Cabe recordar la tajante afirmación de Ireneo de Lyon (130-202) cuando el cristianismo y el evangelio estaban en la frescura y transparencia de los comienzos: “La gloria de Dios es el hombre viviente”.  

La gloria de Dios – el verdadero culto y la auténtica liturgia – es la plenitud de la vida humana. Y una vida digna y plena para todos.
Damos gloria a Dios cuando somos plenamente humanos y construimos humanidad. Si la liturgia – y con ella la celebración de la Eucaristía – ayudan a eso, bienvenida sea.
Sino habrá que repensarla y convertirnos.






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