Cada estación nos enseña algo y nos aporta un
hermoso matiz de la infinitud de la vida.
El otoño desnuda al ser.
El incomparable espectáculo del caer de las hojas
nos invita al ser desnudo.
Sin temor el árbol suelta las hojas que fueron su
vestido, su belleza y su orgullo por unos cuantos meses. Sueltan todo,
perfectamente libres y estables en su ser desnudo.
Hay que aprender de estos sabios maestros: soltar
la forma y amar el vacío. Soltar lo visible y enamorarse de lo invisible.
Soltar las formas es dejar ir todo lo que nos da
seguridad afectiva y efectiva: pensamientos, afectos, ideales, proyectos,
deseos.
Soltar las formas es también dejar ir los miedos
que nos atrapan y encarcelan.
Soltando la forma quedará lo que somos: ser
desnudo, quieto, brillante.
Tal vez la desnudez del ser nos avergüenza un
poco: camino necesario hacia la gratuidad.
El amor siempre está desnudo, como Cristo en la
Cruz. Por eso puede recibir todo y soltar todo. Ahí radica la verdadera
libertad.
¡Otoño querido y bendecido otoño que nos enseñas a
“ser”, más allá de toda forma!
Nos regala la dicha más grande: la dicha de ser.
Y volverá a revestirse el ser desnudo. Volverán
los colores y los olores de frutos y flores.
Volverán las abejas a disfrutar del néctar y a su
incansable trabajo.
Milagrosamente asomarán las primeras yemas
despertadas por el primer beso de un sol naciente.
El ser desnudo, siempre presente y quieto, se
expresará otra vez en una belleza desbordante.
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