El capítulo 13 de Mateo es una recopilación
de parábolas que el evangelista ordena y reúne. Hoy se nos regala la conocida
parábola del sembrador, presente
también en Marcos y Lucas.
Muy probablemente podemos atribuir a
Jesús la parábola misma (13, 3-9) pero no la interpretación final, obra ya del
redactor.
En el medio encontramos el interesante
dialogo entre los discípulos y Jesús sobre las parábolas. “¿Por qué les hablas en parábolas?” le preguntan los discípulos.
Sobre este tema tan interesante hago
mías las palabras de un experto, el Cardenal Carlos María Martini, ya
fallecido, que me ordenó sacerdote el 12 de junio de 1999. A él me une un
vinculo afectivo y espiritual.
“Jesús
no podía expresar directamente el misterio de Dios, la realidad del Reino, sin
desconcertar a sus oyentes. Prefirió hablar en parábolas haciendo intuir algún
reflejo de la verdad y de la belleza de Dios y estimulando al deseo de
conocerlo más a fondo, de experimentarlo. La parábola auténtica dice de Dios
cuanto ha de decirse, de un modo accesible y velado, a fin de que cada uno
capte lo que puede entender”
Esta es la belleza y el sentido de las
parábolas: invitan a entrar en el Misterio sin sentirse obligados, revelan sin
presionar, involucran al oyente sin coaccionar.
Jesús, hombre sabio, usó
maravillosamente el arte de contar parábolas.
De la parábola que nos convoca hoy
quiero subrayar simplemente un aspecto: el terreno. Aspecto que conectaremos
con la cita muy dura de Isaías que Mateo pone en la boca de Jesús:
“Por
más que oigan, no comprenderán,
por más que vean, no conocerán.
Porque el corazón de este pueblo se ha
endurecido,
tienen tapados sus oídos y han cerrado
sus ojos,
para que sus ojos no vean,
y sus oídos no oigan,
y su corazón no comprenda,
y no se conviertan,
y yo no los cure.”
El terreno:
somos tierra buena. Tú eres tierra buena. Todo el evangelio en el fondo se
resume en esta buena noticia. Buena noticia que también rescatamos de la imagen
sorprendente de la siembra: Dios es un “pésimo agricultor” en este sentido.
Siguiendo la metáfora de Jesús, el Padre sembrador desperdicia semillas.
Siembra donde sabe no hay fecundidad: imagen hermosa de la Vida en abundancia
que Jesús mismo se aplica (Jn 10, 10).
Es problema
radica en nuestra ignorancia y ceguera. Creemos ser tierra pedregosa, tierra
árida, fallada, pobre, poco profunda, con cardos y espinas.
La realidad
es otra: somos tierra buena y fecunda. Nuestras creencias nos distraen y nos
confunden. Confundimos límites y dolor con infecundidad e imperfección. Las
creencias se convierten en ceguera: por eso la cita de Isaías. Contra la
cerrazón y la ceguera no hay antídoto: terrible poder de nuestras creencias
mentales y prejuicios. Triste y doloroso es ver tantas mentes cerradas; mentes
cerradas que generan sufrimiento a sí mismas y a los demás. En la parábola del
pobre Lázaro y el rico epulón se afirma lo mismo. Abraham le dice al rico que
pedía una visita de los resucitados para alertar a su familia: “Si no
escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los
muertos, tampoco se convencerán” (Lc 16, 31).
Contra
ceguera y cerrazón no hay milagro ni experiencia extraordinaria que pueda
transformar.
Por eso es
esencial abrirse y ver.
Apertura y visión nos conducirán a la confianza y la fecundidad.
La tierra se
abre para recibir la semilla: sugerente imagen que nos trae la sabiduría de
muchos pueblos indígenas que llaman a la tierra Pachamama, Madre Tierra.
Y nos recuerda lo femenino, el misterio de la vida, que solo abriéndose y recibiendo
engendra vida nueva.
Para abrirnos
y dejarnos fecundar necesitamos soledad y silencio. Es ley de vida, ley
universal. La tierra fecunda la semilla en la oscuridad y el silencio de la
noche. El espermatozoide fecunda el ovulo en el silencio y la oscuridad de la
trompa de Falopio para que después el embrión se instale en otro lugar silencioso:
el útero. Todo se engendra y crece desde el silencio. Por eso el silencio es
esencial.
Una vez
empezamos a abrirnos aparece la luz. Suave y fuerte a la vez la luz nos penetra
y comenzamos a ver. Empieza la visión.
Por eso Jesús
insiste en el tema del ver y “corrige” a Isaías: “Felices, en cambio,
los ojos de ustedes, porque ven” (Mt 13, 16).
La dicha está
en el ver. Ver lo que soy, ver lo que somos: tierra buena.
Nuestro
caminar histórico y nuestra experiencia de los limites nos llevarán a menudo a
caer en las falsas creencias de que somos tierra infecunda y desierta. Y
tendremos una y otra vez que abrirnos y ver.
En el fondo
todo el camino espiritual se concentra en estos dos verbos: abrir y ver.
Cuando
logramos conjugar estos verbos todo se transforma y la vida aparece. Desde el
fecundo silencio, misteriosa e infinita, la vida se manifiesta. Y no podremos
dejar de ver su belleza.
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