Las montañas y
la luna son grandes maestros espirituales. Hay muchos maestros en la naturaleza
y en lo que diariamente nos rodea. Mucho más de lo que imaginamos. En realidad
todo y todos pueden ser nuestros maestros espirituales. Basta escucharlos y
observarlos. Todo es una expresión única y exquisita de la divinidad: de eso deriva
que todo puede convertirse en maestro, amigo, acompañante. Depende: depende de
la historia y la sensibilidad de cada uno. También depende del momento. Lo importante
es no perder la oportunidad de aprender y disfrutar.
Jesús aprendió
de la semilla de mostaza, de los niños, de las mujeres, de los pájaros, los
campos, el sol, el agua. Y más.
Humilde e
interesante el Maestro Jesús.
En estos días de
descanso entre las montañas pude disfrutar más de su sabiduría y enseñanzas.
Junto a la luna. Aparece con más alegría la luna cerca de las montañas.
Parece que se
buscan recíprocamente. La luna ilumina suavemente las montañas y nos revela sus
contornos y siluetas. Las montañas dibujan el paisaje para que la tenue luz
lunar no pase demasiado desapercibida. Es un juego entre dos humildades. Cada
cual – montañas y luna – se preocupan para que el otro brille.
¡Una primera
gran enseñanza que nos regalan! Vivir para que el otro brille… vivir para que
la belleza y la bondad se manifiesten, se sugieran.
La montaña
además nos enseña la importancia de la estabilidad y el tener raíces.
Siempre estable
la montaña: entera, digna. Diríamos que tiene muy buena autoestima. Siempre
estable y firme: lluvias, tormentas y vientos no la afectan en lo esencial.
Podemos aprender de la montaña a vivirnos desde nuestro centro, a no dejarnos
zarandear por nuestro mundo afectivo y emotivo. Hunde sus raíces en el corazón
de la tierra la montaña. ¿Dónde tenemos puestas las nuestras? Enraizados en el
puro Ser encontraremos estabilidad y firmeza.
La luna brilla
pero no tiene luz propia. Refleja la luz del sol. Tan humilde y tan sencilla
hermana luna. Por eso la iglesia la tomó también como modelo de su vida y su
misión: la iglesia no brilla de luz propia, refleja la luz de Cristo.
La noche se hace
más llevadera con la luz de la luna. Esa luz reflejada ahuyenta los miedos, nos
cobija y hasta nos permite ver de vez en cuando.
Nos indica el
sol la luna. Nos remite al sol. Como Juan Bautista nos indicaba al Maestro.
Somos simples
reflejos de la única luz. La luna nos recuerda esta gran verdad. Pero también
nos dice que recibimos nuestra identidad del sol.
Nuestra vocación
y nuestra misión se resumen así: reflejar por un momento lo que en realidad
somos: Luz.
Somos luz y
reflejo a la vez.
Somos luz eterna
que en nuestra existencia histórica se convierte en reflejo.
Vivirse desde
esta conciencia nos convierte en montaña y en luna: estables y humildes. Firmes
y tiernos. Qué curioso: propio como Jesús.
Termino
agradeciendo con un haiku:
“Deliciosa luna
sugiriendo contornos.
Somos amigos.”
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