La conocida parábola de los talentos
corre el riesgo de ser malinterpretada y de hecho en muchos casos es lo que
pasó. Una lectura superficial y literal nos llevaría a dos grandes
malentendidos que oscurecerían el genuino mensaje evangélico.
¿Cuáles son los grandes malentendidos?
Por un lado una interpretación de la
relación con Dios a partir del merito: trabajar a todo trapo e
invertir nuestros talentos nos merece el amor de Dios. Es una mentalidad
todavía muy presente en el pueblo cristiano: la salvación hay que ganársela,
hay que merecerla. Justo lo opuesto al mensaje central del evangelio: la
gratuidad. Esta espiritualidad del merito
– que San Pablo destrozó en sus cartas ya en los primeros años del cristianismo
– lleva a consecuencias nefastas e inhumanas: elitismo espiritual, competencia,
envidias, celos, castas, orgullo, hipocresía.
Por el otro lado nos ofrecería una
imagen de un Dios exigente y perfeccionista – parecido a un moderno empresario
sin escrúpulos – que pretende un camino de perfeccionismo para el pobre ser
humano condicionado y limitado. También esta mentalidad perfeccionista sigue
presente en muchos ámbitos cristianos y eclesiales. Más allá que hasta la
psicología moderna reconoce el gran peligro del perfeccionismo para el
equilibrio de nuestra frágil psique, también espiritualmente es un camino
insano. El perfeccionismo tiene serias consecuencias: una tensión continua, la
poca capacidad de disfrute, el postergar siempre en un futuro la felicidad.
Un ideal perfeccionista hace olvidar lo
extraordinario: todo es ya perfecto en su manifestación imperfecta.
Intentamos captar el mensaje de la
parábola teniendo en cuenta el eje del mensaje y la vida de Jesús: la
gratuidad. Siempre hay que tener este criterio claro a la hora de leer el evangelio
y buscar su mensaje de vida para nosotros hoy: también – y sobre todo – cuando parece contradecir ese mensaje esencial
y fundante.
Todo el evangelio hay que leerlo a la
luz de la Vida plena que somos y que Dios continuamente nos regala en el
momento presente.
¿Cómo interpretar entonces los talentos?
Los talentos en el fondo expresan y
revelan nuestra identidad: lo que somos. Lo que somos es el talento más
preciado y valioso. Vivir en conexión y a partir de este talento llevará sin
duda a dar fruto. Y estos frutos maravillosos no nos llevarán a los peligros de
una religión del merito o perfeccionista: viviremos a partir de lo
que somos y lo que somos es – esencialmente – don, gratuidad. Y el don que se
sabe don excluye merito, perfeccionismo, moralismo.
Viviendo en conexión con nuestro ser
esencial aparecerán también los talentos más concretos y originales de cada
uno, como revelación de las infinitas posibilidades del ser. El ser humano,
decía Kierkegaard es una “infinita
posibilidad”.
Esos talentos que cada uno tiene son
también don y hay que sacarlos a la luz: nuestro ser esencial empuja
constantemente para poder expresarse en esos talentos propios y particulares de
cada uno. Es propio del Amor expresarse y revelarse. No permitir esta expresión
nos enfermará de alguna manera. Es lo que le pasa al siervo miedoso que esconde
su talento y no da fruto.
Una espiritualidad del miedo nos bloquea
e impide la vivencia de nuestro auténtico ser y la revelación de nuestros
talentos.
¡Es la hora del despertar! Es hora de
una sana rebeldía contra toda autoridad que reprime una genuina expresión del
ser y de los talentos.
Es hora de ser más responsables.
Juan Luis Segundo insiste sobre la
responsabilidad. Al siervo malo y perezoso “el
dueño le responde: precisamente porque yo cosecho donde no siembro, necesito de
ti para cosechar donde no sembré. Necesito de ti para sacar cosas donde yo nada
puse; para eso es mi ley, para que tu la hagas servir al hombre y produzcas
cosas que yo solo no puedo producir; con la ley tu tienes un elemento para
humanizar la existencia del hombre; pero para ello tienes que arriesgarte a
usar la ley con libertad en esa tarea que se te da; si tu no te arriesgas, no
me sirve de nada que me devuelvas la ley íntegramente, no me sirve de nada recobrar
el talento que te di porque yo soy el que cosecha donde no siembro y por eso
necesito de ti, tienes que aceptar el riesgo, la responsabilidad, de lo
contrario no me sirves”.
Somos responsable del gran don del ser y
de la vida: no responder nos llevará a una vida estéril y triste. Y esto no
tiene nada que ver con una imagen de un Dios castigador y castrador: lo que
llamamos “Dios” en realidad estará siempre ahí, siempre presente, siempre
Presencia. Estará siempre ahí en el fondo de nuestro ser, latiendo en cada cosa
y soplando vida por doquier.
Estará siempre ahí tocando su flauta
divina, esperando a que el agujero se destape y se vacíe.
Es hora de vivir, de deja fluir la
música. Si no respondemos ahora sin duda responderemos con nuestra muerte: será
el fin del ego, de nuestra defensas y nuestros miedos.
Tal vez sería mejor empezar desde ahora
a ser responsables y a vivir en plenitud…
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