Estos últimos días son días tristes para
Uruguay. Especialmente para las familias de Valentina y Brissa, las dos niñas
abusadas (según parece) y asesinadas. Toda mi cercanía a estas familias, todo
mi amor, toda mi oración.
Valentina y Brissa sin dudas descansan y
gozan de la plenitud del Amor y sin duda acompañan desde el Misterio a sus
familias y a nuestra sociedad herida.
Es difícil escribir algo cuando hay
tanto dolor e incomprensión. Lo mejor sin duda es el silencio. Y desde este
sagrado silencio me siento llamado a decir algo, a dar mi pequeño aporte. Y
desde el silencio comparto el dolor.
¿Qué hacer? ¿Adonde buscar un camino de
sanación y de salvación para que hechos tan trágicos y dolorosos no se vuelvan
a repetir?
Por las redes sociales y los medios de
comunicación se lee y escucha de todo: tanta indignación y tanta impotencia.
Tanto odio y propuestas de solución: entre las más drásticas, la pena de muerte
y la castración de los abusadores.
Todo comprensible en estos momentos.
Sinceramente no creo que un camino de
sanación y solución surja de más
violencia y más odio. Obviamente me espero la fatídica pregunta: ¿y si fueran tus hijas como actuaría?
No lo sé, no son mis hijas. Pero si sé
que – de cierta manera – las amo, como amo todo ser humano y todo ser viviente.
Sé que la solución no vendrá nunca de un
descontrol emocional y afectivo, por cuanto dura sea la realidad. Las
soluciones – cuando las hay – surgen desde la paz y la quietud.
Hay un solo camino; un camino recorrido
y atestiguado por miles de maestros espirituales.
Es el camino de la comprensión. Camino sin duda más lento, más complejo, más sinuoso.
Un camino esencial y necesario. Un camino que no queremos recorrer: es más
fácil condenar, castrar, matar y meter en la cárcel.
Y cuando se habla de comprensión no
estamos hablando de justificación, resignación, complicidad o pasividad. Estoy
hablando desde otro nivel: espero que el lector me entienda. Estoy hablando de
la comprensión como de la capacidad de ir más hondo, más en profundidad, al
nivel nuclear de las cosas… la comprensión como esfuerzo de ir a la raíz, a las
causas, a la fuente.
¿Por qué una persona llega a tal
atrocidades? ¿Por qué nuestra sociedad está enferma? ¿Por qué no se puede
caminar tranquilos por las calles y dejar la puerta abierta?
Dejemos de ser tan superficiales por
favor.
La historia se repite y se seguirá
repitiendo hasta que nos adentremos en el pedregoso terreno de la comprensión:
es la ley del karma, como la llaman en oriente. La vida te repite la lección
hasta que aprendas. ¡Tan paciente es la vida!
Las guerras son unos de los ejemplos más
elocuentes. Los históricos nos dicen que en la historia de la humanidad los
periodos sin guerras fueron muy cortitos. Es decir: la historia humana se puede
leer como una historia de guerras. En el siglo pasado tuvimos la experiencia de
dos terribles guerras mundiales. ¿Aprendimos? Diría que no todavía: desde 1945
hasta la fecha se siguieron multiplicando guerras, genocidios, atrocidades. Con
la agravante que tenemos la hipócrita “Declaración de los derechos humanos” en
la mano desde 1948.
¿Qué pasa? Falta comprensión. Porque
solo desde la comprensión puede surgir el amor y solo el amor sana.
Todavía creemos en un amor simple y
llanamente sentimental: un amor que
se restringe a los lazos de sangre o las amistades. Un amor que se siente o no
se siente. Un amor que identificamos burdamente con la emotividad y los
sentimientos.
Todavía no hemos comprendido que amor es
lo único que hay. El amor tiene que ver con el ser en primer lugar y solo posteriormente con sentimientos y
emociones. No hemos comprendido y no hemos experimentado como humanidad, que la
raíz de todo lo que es y existe es el amor. Entonces luchamos y
peleamos para conquistar algo que se parezca al amor. Y en nombre de este algo
juzgamos, condenamos, excluimos y matamos.
Luchamos incansablemente para sentirnos
amados y para que alguien o algo nos ame. Luchamos para llenar al vacío que
tenemos adentro, un vacío insoportable que no queremos ver. Y lo intentamos
llenar con el poder, el éxito, el dinero, el sexo, los vicios.
Y echamos la culpa afuera, siempre afuera, siempre a los demás. No soportamos el
silencio y el vacío.
Pero no hay otro camino para la
comprensión que enfrentar el silencio y el vacío.
No hay nadie afuera. La humanidad es
una. Todo es uno.
“Ángeles” y “demonios” conviven en el
corazón humano y los demonios que no queremos ver en nosotros lo estigmatizamos
en los otros. Necesitamos de chivos expiatorios donde descargar nuestro odio y
sed de venganza.
No existen los monstruos. Los monstruos
los creamos cuando no queremos mirar adentro. Los monstruos los crea una
sociedad que excluye, margina, condena, separa. Una sociedad hipócrita que
condena el abuso de alcohol y legaliza la marihuana, que condena el machismo y
sigue usando el cuerpo de la mujer como un objeto, que regala computadoras a
nuestros niños y ofrece en la televisión pura basura.
Las cárceles son un reflejo de una
sociedad. En las cárceles no están los peores, no están simplemente personas
que delinquieron: está también lo que una sociedad no quiere ver de sí misma.
Todavía necesitamos cárceles sin duda: ¡qué triste! Las necesitamos porque
todavía no hemos comprendido. Y por eso no sabemos amar.
En el tristísimo caso de Valentina y
Brissa ocurre lo mismo. Las víctimas no son solo una niñas a las cuales se le
arrancó la primavera. Las víctimas no son solo sus familias con su inmenso
dolor. Son también los asesinos: víctima de una falta de comprensión y de amor.
¿Fueron amados estos asesinos? ¿Alguien los escuchó profundamente? ¿Alguien se
hizo cargo de su dolor o sus patologías mentales?
Víctimas también por la pregunta que sin
duda en algún momento asomará a sus maltrechos corazones: ¿cómo seguir viviendo
con semejante macizo en la conciencia?
Víctima es nuestra sociedad: ¿de donde vienen los asesinos? ¿dónde fueron a la escuela y al liceo? ¿en que barrio se criaron? ¿Dónde están o estaban sus amigos? Sus padres y abuelos acaso ¿no son nuestros vecinos?
Todo esto – tal vez mejor explicitarlo –
no quiere justificar nada ni nadie. Ya lo anuncié antes: comprender no es
sinónimo de justificar.
El mal y el dolor no se justifican, se
asumen. Como Jesús en la cruz.
Todo esto es simplemente para compartir
el dolor y proponer caminos de sanación para nuestra sociedad.
Agregar violencia a la violencia no nos
ayudará.
Agregar odio al odio tampoco.
Agregar comprensión si. Y la comprensión
profunda se educa.
Todos los buenos psicólogos saben bien
que el órgano sexual por excelencia es el cerebro, no penes y vaginas.
Es la mente que hay que educar: el
pensar, el sentir, las emociones y los sentimientos. La castración impedirá una
violación física pero no otros tipos de violaciones y violencias. Castrados
unos aparecerán otros: ¿castramos a todos? ¿Agrandaremos las ya insuficientes
cárceles hasta que entremos todos?
Todos estos son parches. Necesarios tal
vez, pero parches. No solucionan. La justicia tiene y debe hacer su curso,
obviamente. Y es una justicia que sin duda tiene fallas. Una justicia a menudo
superficial, corrupta y demasiado vinculada al poder político. Pero la sola
justicia no arregla lo que el corazón humano no comprende. La experiencia
bíblica lo reconoce desde hace siglos: la justicia sin misericordia engendra
más injusticia. Para Jesús la justicia de Dios es su misericordia. Estamos
lejos de esta visión todavía.
Lo que pasó con Valentina y Brissa es
incomprensible sin duda y no tiene respuesta.
Pero…¿tiene respuesta el holocausto de
los judíos?
¿Tiene respuesta el éxodo de millones de
refugiados escapando del hambre y la guerra?
¿Tiene respuesta el genocidio de enteras
poblaciones?
¿Tiene respuesta el terrorismo?
¿Tiene respuesta la crueldad del narcotráfico?
No tienen e igual respondemos desde
siempre con la misma moneda: represión, violencia, odio.
Las medidas represivas por si solas no
sirven, no educan. Son parches, ya lo dijimos. A veces necesarios es cierto
pero nunca humanizantes ni útiles.
La clave es educar a la comprensión.
Desde ya. Es urgente.
Educar la mente es educar el corazón.
Educar mente y corazón conducen a la comprensión profunda: ¿quién soy? ¿quiénes
somos? ¿qué es el amor? ¿qué significa amar? ¿cómo vivir el dolor y como transformarlo
en amor?
Nadie nos ayuda a responder a estas
preguntas.
Ahí radica el camino educativo. Para las
familias y las instituciones.
Son días tristes y de gran dolor. Pero
el amor está siempre ahí: sonriéndonos en las esquinas de la vida. Está ahí para
que comprendamos.
Y el camino de comprensión siempre
empieza por uno mismo: hasta que no descubro el amor y la paz que soy, seguiré
de alguna manera buscándolos “afuera”, generando violencia.
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