El francés Antoine de Saint-Exupéry, - autor del maravilloso y famoso librito “El Principito” – afirma sorprendentemente: “los niños deben tener mucha paciencia con los adultos”.
Va en la línea de Jesús y de nuestro texto de hoy. El evangelio a menudo nos sorprende porque pone del revés nuestra lógica humana y lo que consideramos “normal”.
Jesús, “tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado» (9, 36-37).
Los niños al tiempo de Jesús no eran muy considerados y Jesús los pone en el medio, en el centro de su comunidad.
Los niños son frágiles y dependen, por su subsistencia, del cuidado de los adultos. Jesús pone esta fragilidad y dependencia en el centro.
En una sociedad que hace del éxito, del poderío y de la autosuficiencia valores casi incuestionables, el evangelio nos asombra y nos pone del revés.
¿Por qué Jesús ama tanto a los niños y nos invita a “ser como ellos”?
Acierta Mario Satz cuando dice: “Los niños, piensa Jesús, tienen esa facilidad, una oscilatoria y viva tendencia al llanto y a la risa, a lo sano, a lo espontáneo. El niño está vacío – por lo general – de preconceptos. Es elástico, flexible, polimorfo.”
El rabino y místico judío del 1700, Dov Ber de Mezeritch, sostiene que de los niños hay que aprender tres cosas.
Primero: están contentos sin motivos especial.
Segundo: no están ociosos ni por un instante.
Tercero: cuando necesitan algo lo exigen vigorosamente.
Da para seguir reflexionando y profundizando.
Jesús anuncia su pasión, su entrega y su sufrimiento y los discípulos discuten sobre quien es el más importante… totalmente afuera de foco. Todavía no entienden y no saben lo que significa amar.
Está búsqueda de importancia, de destacarse a toda costa, de los títulos y los honores sigue activo en la sociedad y en la iglesia.
La sociedad valora a los VIP: Very Important Person, y en la casta de los VIP entran los ricos, los famosos, los poderosos.
Jesús y el evangelio valoran el servicio y la entrega humilde y cotidiana, lejos de las luces y los aplausos: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (9, 35).
Jesús valora el anonimato amoroso y pacifico: “Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6).
A los discípulos, como a nosotros hoy, nos cuesta comprender esta profunda verdad y belleza.
Por eso Jesús se sienta, para explicarles con paciencia: “Entonces, sentándose, llamó a los Doce” (9, 35).
Qué hermosa esta imagen de Jesús que se sienta.
Sentarse en la Biblia indica la actitud del maestro y el maestro se sienta cuando tiene algo importante para decir.
Antes de proclamar las bienaventuranzas, por ejemplo, Jesús también se sienta: “Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él” (Mt 5, 1).
También es la actitud del discípulo: “Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10, 38-39).
Interesante y sorprendente: de una u otra manera ¡hay que sentarse!
Sentarse no es simplemente una actitud corporal; sentarse expresa una actitud interior de apertura, confianza, serenidad. Sentarnos nos conduce a la quietud interior, a la conexión con la gratuidad de la vida y del ser.
El que se sienta en paz está confiando en la vida, en Dios. El que sienta sabe que nada está bajo control y aprende a soltar. El que sienta se abre a recibir y aprende a estar consigo mismo.
Por eso que sentarse es una de las claves de la meditación.
Se medita sentados, en silencio y quietud.
Nuestro mundo necesita sentarse, para levantarse con más amor, libertad, desprendimiento.
Otra vez asoma la paradoja: solo el que se sienta puede verdaderamente caminar.
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