sábado, 12 de marzo de 2022

Lucas 9, 28-36

 


En este segundo domingo de Cuaresma se nos regala el hermoso texto de la transfiguración.

El texto es un reflejo de una experiencia mística de Jesús y de sus tres discípulos más íntimos: Pedro, Santiago, Juan.

En el relato de Lucas aparecen los signos esenciales de toda experiencia mística: la luz, la unidad, el gozo, la paz.

Jesús sube a la montaña para orar: montaña y oración expresan las dimensiones humanas necesarias y que crean las condiciones para que se nos regale una intensa experiencia espiritual.

Siempre hay que tener presente la doble cara y la paradoja de toda experiencia trascendente y mística: el esfuerzo humano y la gracia, el don. Aunque todo es gracia y don, se nos pide un esfuerzo.

San Ignacio de Loyola lo decía de esta manera: “Haz las cosas como si todo dependiera de ti y confía en Dios como si todo dependiera de él.

La montaña expresa el esfuerzo, el subir, la dimensión ascetica, la búsqueda de Dios.

La oración expresa la dimensión interior, el autoconocimiento, la soledad y el silencio.

Cuando montaña y oración se unen queda el camino abierto para la experiencia mística: la mente y el corazón están purificados y preparados para percibir y recibir la luz.

Esta Luz siempre está presente. Es la Luz oculta de la Presencia silenciosa de Dios en el corazón de la realidad.

Cambia la percepción, se profundiza la visión, se amplía la consciencia y logramos ver lo que siempre estuvo ahí.

Todas las tradiciones místicas de la humanidad subrayan lo mismo: “lo que es”, la esencia, la Presencia Divina siempre estuvo ahí, siempre está ahí, siempre estará ahí. El aquí y el ahora es siempre pleno, perfecto, puro.

Es nuestra ceguera y nuestro ego que nos impiden ver y nos impiden recibir esta misma luz.

Se cuenta que un místico, después de una experiencia muy fuerte de iluminación, pasó riendose tres días porque se había dado cuenta que la iluminación era simplemente ver lo que siempre estuvo ahí.

Maravillosamente simple, maravillosamente profundo.

Hay que estar siempre vigilantes: el ego se cuela también – tal vez sobretodo – en la espiritualidad. El “ego religioso” o el “ego espiritual” es el más peligroso, porque manipula a Dios para sus intereses y se disfraza de angel de luz, haciendonos caer en el engaño.

Es lo que le ocurre a Pedro: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (9, 33).

Es el narcisismo espiritual: apropiarnos de la experiencia, quedarnos atrapados en la comodidad, sentirnos especiales.

No sabía lo que decía” dice el evangelista.

Toda auténtica experiencia espiritual tiende por su misma realidad hacia el otro, hacia el compartir, hacia la compasión amorosa, hacia la preocupación sincera para todos los seres vivos.

Una supuesta experiencia espiritual o mística que no nos lleva a crecer en el amor y la entrega es engañosa y es una trampa.

 

La montaña nos llama, una y otra vez.

La luz nos espera, sedienta y ardiente por revelarse.

Subamos a nuestra montaña y entremos en el silencio de la oración.

Late silenciosa la luz, ahí donde todo vive.

Nos espera la luz en el corazón de la Vida.

Que el Espíritu nos quiebre el alma y nos desarme,

para que la luz sea, en ti, en mi, en todos.

Dejemos nuestros miedos a los pies de la montaña:

dejemos ahí los rencores y las heridas, nuestras y ajenas.

Subamos con las armas de la confianza, de la entrega, del silencio.

Cada paso es un paso hacia la luz.

Cada suspiro nos acerca, nos afina la visión.

Cada esfuerzo hacia la luz, ya es luz: ¡qué lo puedas ver, amado hermano, amada hermana!

Subamos riéndonos de nosotros mismos y de los absurdos juegos del ego.

Que sea la risa de la sencillez, de la confianza, de una paz descubierta y que nos amarra.

Y que, al fin, tu luz descienda: a consolar e iluminar a cada ser, a cada rincón.

Que descienda serena la única Luz, y a que a todos nos enamore.

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios.:

Etiquetas