sábado, 5 de marzo de 2022

Lucas 4, 1-13

 


En este primer domingo de Cuaresma se nos presenta, como de costumbre, el texto de las “tentaciones de Jesús”.

Es un relato fuertemente simbólico, donde la impronta teológica de Lucas es evidente.

Los cuarenta días, por ejemplo, son obviamente simbólicos y nos conectan con los cuarenta años del éxodo de Israel a través del desierto.

Nadie fue testigo de esta experiencia de Jesús: en el desierto estaba solo. Hay momentos y lugares donde estamos solos: hay que vivirlos y atravesarlos.

Podemos suponer que se trató de una experiencia interior del maestro y que Lucas la interpretó a la luz de las “tentaciones” del pueblo de Israel en el desierto (Deuteronomio 8, 3-4; 6, 13; 6, 16.).

Si el pueblo cayó en las tentaciones, Jesús salió victorioso: este el mensaje del evangelista.

Algunos autores interpretan las tentaciones de Jesús a través del esquema del “tener”, del “poder”, del “aparentar”: las tres tentaciones reflejarían estas dimensiones tan presentes en el corazón humano y en la misma historia de la humanidad.

Yo resumiría las tentaciones en dos grandes vertientes: el poder y el deseo.

Las tres tentaciones se centran en el “poder”, con algunos matices.

El “poder” es la gran tentación.

¿Por qué?

El “poder” nos permite sentirnos “especiales”, “distintos” y, a menudo, “superiores”.

El “poder” es el refugio preferido de la baja autoestima – realidad que afecta a la casi totalidad del genero humano – porque una pizca de poder en cualquier campo, nos regala la ilusión de haber sanado, de ser fuertes.

El “poder” otorga seguridad y la seguridad es una de las necesidades básicas de nuestra psique. Nos cuesta aceptar la incertidumbre y la falta de control.

El “poder” además nos ofrece la ilusión de inmortalidad y la muerte es lo más temido por nuestro ego; por eso el ego busca siempre algo de poder. Y es por eso también que a los seres humanos les encantan los reconocimientos, las placas, los homenajes, ver sus nombres grabados y sus fotos en buena vista. Todos intentos de escapar de la muerte y el olvido.

Jesús vence la triple tentación del poder. Jesús se enfrentó a los deseos de poder de su corazón y pudo trascenderlos.

¿Cómo?

Sin duda a partir de su experiencia mística. Jesús supo mirar con lucidez y valentía los movimientos engañosos del ego. No huyó. Enfrentó la soledad y el miedo. Desde este vacío y este desierto vio la luz. Conectó con su esencia, con su ser profundo: Dios, lo divino, el Amor eterno.

Solo cuando descubrimos esta maravillosa verdad, el poder pierde todo su atractivo. Por eso Jesús, saliendo de su desierto, pudo hacerse servidor de todos e hizo del servicio y la atención al otro, el eje de su vida.

 

La otra dimensión fundamental es el deseo.

El “deseo” nos constituye como seres humanos. Somos seres de deseo, somos deseo.

El deseo es el motor que mueve el Universo, es la fuerza primordial. Todo se mueve por el deseo.

El primer y esencial deseo es el “deseo de Dios”, Dios que desea.

La creación responde a este deseo infinito y desgarrador de la Divinidad: compartir el amor y la vida, entregarse, manifestarse.

Esta bondad innata del deseo se ve corrompida con facilidad: ese es el problema y no el deseo en sí mismo.

El mecanismo divino del deseo se pervierte cuando es manejado por el ego. El ego toma el control del “deseo inmaculado del corazón” y lo convierte en manipulación, placer, consumismo, superficialidad.

Es ese, y solo ese, el deseo que el budismo quiere anular. El budismo no es enemigo del deseo – como nos los hace creer una lectura superficial y occidental del mismo –. El budismo comprendió que el deseo a servicio del ego es la causa de todo nuestro sufrimiento.

El camino entonces – como reiteran los padres de la iglesia y los místicos – es la purificación del deseo.

La experiencia de las tentaciones que Jesús tuvo que vivir y atravesar está a servicio de la purificación de su deseo, hasta que “su deseo” se convirtió en el “deseo del Padre”. Conciencia unificada, único deseo.

 

El deseo a servicio de nuestro ser esencial nos permite crear, manifestar la luz, vivir en el amor, buscar a Dios con pasión.

Es el deseo que consumió de amor a los místicos de todos los tiempos.

Este deseo vive en tu alma. Escúchalo.

 

 

 

 

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