En este cuarto domingo de Cuaresma se nos invita a reflexionar sobre uno de los textos más hermosos y más famosos de todos los evangelios: la parábola del “Padre misericordioso”.
Es una parábola exclusiva de Lucas, el evangelista más sensible al tema de la misericordia.
La parábola tiene una increíble profundidad y unas vetas inacabables: ¡solo pudo salir de los labios y la genialidad del rabí de Nazaret!
Nos centraremos solo en algunos aspectos.
El primer aspecto es la autonomía.
El hijo menor busca su independencia, quiere ser autónomo.
El deseo de independencia y autonomía vive en el corazón y en la psique humana. Cada ser humano tiene que hacerse cargo de su propia vida: nadie puede vivir la vida de otro; cada cual es único e irrepetible y vino a este mundo a traer una luz original.
El deseo de autonomía es legitimo y hay que reconocerlo para poder encauzarlo y vivirlo con sabiduría y armonía.
Unos de los motivos preponderante en la actual crisis de la iglesia y del cristianismo es justamente la concepción de un Dios que no quiere la autonomía del ser humano. Es la visión mítica de un Dios manipulador y controlador que ya no tiene cabida en la evolución de la consciencia humana.
Dios, en cambio, es el fundamento y el sostén de la autonomía del ser humano, una autonomía obviamente relativa pero, no por eso, menos real.
Como ocurre en el desarrollo psicológico del ser humano, así debe ocurrir en el avance espiritual: un gradual crecimiento en autonomía y en la capacidad de tomar decisiones. La adultez se reconoce justamente por la capacidad de tomar decisiones responsables y hacerse cargo de las consecuencias.
Jesús invitó varias veces a soltar la dependencia, a ser responsables y autónomos: “¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12, 57).
Sin duda es el momento de salir de una fe infantil y caminar hacia la madurez y la responsabilidad.
El segundo aspecto es el exilio.
El “exilio” es una categoría psicológica, bíblica y espiritual fundamental.
Podemos leer toda la revelación judeo-cristiana en clave de exilio/éxodo, así como podemos leer el camino psicológico de desarrollo en la misma clave.
El hijo menor va al exilio y, paradójicamente, es él mismo que se exilia; al contrario de tantos que en estos tiempos viven el exilio por situaciones de guerra o persecuciones políticas o religiosas.
El exilio revela la condición humana esencial. Somos exiliados. El filosofo Martin Heidegger lo expresaba diciendo que la persona humana es “arrojada al ser”.
¿Qué es el exilio? ¿Por qué el exilio?
El exilio es la experiencia y la sensación de no estar en casa. Es la experiencia de cierta soledad, cierto vacío. Es la experiencia de la vulnerabilidad, la incertidumbre, lo desconocido. Es el anhelo de la Casa, de la Patria.
El corazón desgarrado y enamorado de los místicos se consume por este exilio y por el deseo de la Casa; es la misma sensación de nostalgia o melancolía que a veces nos invade.
Este exilio es una condición existencial del ser humano, que trasciende esencialmente el exilio físico de una patria o un grupo social.
A nivel psicológico y espiritual el exilio es una de las dimensiones que une a todos los seres humanos a lo largo de la historia y las culturas.
Nuestro exilio es un pálido reflejo del exilio de Dios de sí mismo. La creación entera y nuestra propia existencia solo es posible por el exilio de Dios: la “infinitud” de Dios se retrae para que pueda aparecer lo “finito”, la existencia.
Dios se retira de sí mismo para que el mundo y vos, puedan ser: ¡extraordinario e incomprensible amor!
El anonadamiento de Jesús en su entrega y en la cruz es el símbolo más contundente de este exilio divino: Jesús se hace vacío, se hace nada, para que la Vida triunfe y se revele. Jesús sale de su Casa para que nosotros podamos volver.
El lenguaje queda corto, demasiado corto.
Solo el silencio intuye y adora.
Por último el regreso.
Es la clave de la parábola y de nuestro camino espiritual.
“Entonces partió y volvió a la casa de su padre” (15, 20): ¿Cómo salimos de la experiencia dolorosa del exilio?
Volviendo, regresando. Toda la mística hebrea se centra en la idea de la teshuvá, el retorno a Dios; aunque es un retorno sobre todo en clave de conversión ética, lo podemos ampliar en el sentido de un retorno a La Fuente, al Ser originario.
La existencia se nos regala para poder volver a Casa. La vida es un continuo retorno, un feliz regreso.
El exilio es la condición de posibilidad de la existencia, así como la conocemos, y el vivir es un volver.
Solo en la consciencia del exilio se emprende el camino del regreso y se pueden vislumbrar los brazos abiertos del Padre y la Casa.
Y ocurre el milagro del despertar: más allá del exilio y de la necesidad de dejarse atravesar por él, siempre estuvimos en Casa.
Es lo que le dice el Padre al hijo mayor: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (15, 31).
Thich Nath Hanh también lo vio: “He llegado, estoy en casa”.
Otra vez se nos presenta la paradoja de le existencia; paradoja necesaria para que la vida pueda existir y manifestarse.
Terminamos con un proverbio aborigen australiano: “Todos estamos de paso en esta vida. Hemos venido a observar, aprender, crecer, amar y volver a casa.”
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