sábado, 24 de septiembre de 2022

Lucas 16, 19-31

 

 

Indiferencia, compasión, abismo.

 

Tres claves de lecturas que nos abren la puerta a este profundo y hermoso texto de Lucas.

 

La indiferencia crea el abismo y la compasión construye puentes sobre el abismo: podríamos usar esta clave de lectura para toda la historia humana.

 

El hombre rico – indiferente hacia el pobre Lázaro  no tiene “nombre” y estar sin nombre en el mundo bíblico es no tener rostro, no tener identidad. La indiferencia vacía nuestra humanidad, nos deja sin rostro, sin relaciones humanas fecundas.

 

La indiferencia es uno de los rasgos de nuestras sociedades apuradas y tecnológicas. El apuro y la tecnología nos hacen perder el paso humano, lento y sereno. Nada puede sustituir el beso y el abrazo, la sonrisa cercana y la guiñada cómplice. Nada puede sustituir la comida compartida y la calidad y calidez del tiempo.

 

La indiferencia es un virus escondido y terrible que se nos cuela de repente y, de un momento a otro y casi sin ser conscientes, nos encontramos encerrados en nuestro pequeño mundo y nuestras “chacritas”, mirándonos al ombligo y solo preocupados por nuestro bienestar.

 

La indiferencia es una enfermedad psicoespiritual que crea abismos, a veces insuperables.

La indiferencia y la ceguera espiritual nos aíslan del otro, de la realidad, de la belleza y nos hacen caer en la ilusión de la separación; nos creemos separados de los demás, separados de Dios, separados de la creación. Es el abismo.

La ilusión de la separación es el abismo.

 

Este abismo se colma y se supera con la compasión.

 

La compasión es justamente el revés de la indiferencia: es la consciencia clara de lo Uno que nos habita y nos sostiene. Somos uno: no hay separación. Las diferencias son simples y maravillosas expresiones de la inagotable riqueza de lo Uno.

Somos olas del mismo océano. Somos rayos de la misma luz.

 

La compasión hay que entrenarla y practicarla. Es nuestra tarea y nuestro compromiso espiritual.

 

La compasión se nutre y crece con la comprensión y el silencio.

 

El silencio de la mente – que es silencio del ego – nos introduce en la profunda verdad de lo Uno y la unidad. El silencio todo lo ama, todo lo abraza. Desde ahí, lo que surge, se percibe naturalmente como unidad.

 

El silencio nutre la comprensión. El silencio abre la puerta de la verdadera comprensión y, de a poco, percibimos que el otro – cualquier otro – es un reflejo de lo Uno que nos habita.

De a poco percibimos que todo es revelación y manifestación de lo mismo.

Esta comprensión es el maravilloso puente que puede cruzar el abismo.

El abismo no se supera y no se cruza con elucubraciones mentales ni con milagros extraordinarios: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (19, 31). 

 

El abismo se supera dejándose atravesar por el silencio, con paciencia y apertura.

Abrámonos al poder del silencio. Abrámonos a la comprensión.

Todos los abismos serán colmados.

 

 

 

 

 

 


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