Escribe Enrique Martínez Lozano: “El relato evangélico que habla de la virginidad de María no tiene nada de original. El mito de la “madre virgen” recorre toda la antigüedad, desde Egipto hasta la India. Horus, en Egipto, nace de la virgen Isis (tras el anuncio que le hace Thaw); Attis, en Frigia, de la virgen Nama; Krishna, en la India, de la virgen Devaki; Dionisos, en Grecia, y Mitra, en Persia, de vírgenes innominadas… Por cierto, de prácticamente todos ellos se dice que nacieron un 25 de diciembre, en el solsticio de invierno – en el hemisferio Norte – , justo cuando el Sol vuelve a “nacer”, venciendo a la noche.”
Celebramos hoy la maternidad de María y es importante desentrañar su significado más profundo y lo que significa para nosotros hoy.
Lo que nos dice Enrique Martínez es muy importante por varias razones. Es un acto de honestidad con la historia y con las historias de las religiones y de la espiritualidad; y sin duda no es casualidad que todas o casi todas las tradiciones religiosas hablen de nacimientos virginales y utilicen la fecha simbólica del 25 de diciembre. Por otro lado, también, nos ayuda a trascender el relato, para captar lo esencial.
Siendo honestos, saliendo de una lectura literal del texto y teniendo la valentía de trascender el relato, solo podemos ganar y crecer. Así que…¡adelante!.
¿Qué hay detrás de la maternidad de María?
¿Qué expresa la virginidad de María?
Virginidad y maternidad van de la mano y son las dos caras de la misma moneda, por cuanto extraño y paradójico nos pueda parecer.
María, en la tradición cristiana, resume y concentra la belleza asombrosa de la armonía entre virginidad y maternidad.
María es madre porque es virgen y su ser virgen la convierte en madre.
La virginidad de María revela y expresa un corazón puro, abierto y disponible.
Esa es la clave de la virginidad. Por eso todos estamos llamados a la virginidad.
La virginidad indica una honestidad y un vacío radical. María es virgen porque está vacía de su “ego” y está totalmente disponible y abierta al Misterio.
Virginidad es dejarse “atravesar por el Misterio”, es no desear otra cosa que Dios, es dejarse fecundar por la semilla de la divinidad.
La luz puede atravesar completamente, solo una ventana virgen: una ventana totalmente transparente.
Una melodía solo puede expresarse a través de un espacio vacío: el agujero de la flauta nos lo muestra a la perfección.
Dejarse atravesar por el Misterio es decir “si” a la Vida, “si” al Amor.
Dejarse atravesar por el Misterio es vivir desde un profundo silencio interior, desde el cual, la Palabra puede ser y puede oírse.
Dejarse atravesar por el Misterio es ser cauce del torrente de la Vida.
Dejarse atravesar por el Misterio es estar siempre abiertos, serenos, en calma.
Dejarse atravesar por el Misterio es vivir desde la más pura confianza, sabiendo que todo estuvo bien, todo está bien y todo estará bien.
Y ocurre el milagro.
Desde esta virginidad brota vida, vida plena y abundante.
Desde este espacio vacío, la Vida puede ser, el Ser puede ser. Dios puede ser en ti, Dios puede expresarse y revelarse desde tu vacío asumido y amado.
Es la realidad que San Pablo expresaba de esta manera: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”(Gal 2, 20).
Cuando trascendemos el “yo individual” – esta es la virginidad fundamental – la Vida puede manifestarse y revelarse. Seremos entonces madres y padres. Viviremos las verdaderas maternidad y paternidad. Seremos cocreadores del Infinito y de nuestra propia historia.
Veremos, por fin y con lágrimas de agradecimiento, que todo es gracias, todo es gratis, todo es gratuidad, todo es Vida.
Experimentaremos con asombro y gratitud las palabras del evangelio: “Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (Lc 6, 38).
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