El capítulo 10 del evangelio de Juan nos presenta la famosa metáfora del pastor. Jesús, según la visión y la experiencia del evangelista, se presenta como el “Buen Pastor”.
En nuestro tiempo y en nuestras sociedades tecnológicas, industrializadas y apuradas, se nos hace difícil comprender esta metáfora y desentrañar su sentido más profundo y perenne.
Al tiempo de Jesús era muy común encontrarse con un pastor y la gente conocía la vivencia de los pastores.
Además, a lo largo de los siglos, la figura/metáfora del pastor se fue distorsionando y, en muchos casos, se usó para justificar – consciente o inconscientemente – actitudes autoritarias, infantiles o sobreprotectoras.
La autoridad civil y eclesiástica se fue desviando, tomando un rol central que fue afectando la dignidad y la libertad personal.
A la luz de la consciencia actual, de los avances de la psicología y de la espiritualidad y a la luz de nuestra visión mística y no-dual, intentemos penetrar en el significado perenne de la metáfora del pastor.
Jesús, justamente en nuestro texto, nos da, tal vez, la clave fundamental: “el buen pastor da su vida” (10, 11) … “Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo” (10, 18).
La autoridad del pastor le viene de su entrega, del vivir la vida como un don y, por eso, de su capacidad de donarla. En otras palabras: su autoridad le deriva de la capacidad de vivir un amor auténtico.
Por eso, la verdadera autoridad no se impone, sino que se reconoce.
La autoridad es reconocida y aceptada, cuando las personas ven coherencia, fidelidad, entrega. Una autoridad solo impuesta dura poco o dura a través de la violencia, la represión y la corrupción: creo que no sea necesario hacer un listado de las dictaduras o de los gobiernos que cayeron y caen en esta autoridad impuesta.
Lo mismo ocurre a nivel de la iglesia: los pastores que cambiaron y cambian la historia son los que siguieron y siguen el ejemplo de autoridad de Jesús y del evangelio, es decir, la entrega coherente y la sencillez.
La iglesia, la política y la sociedad civil necesitan urgentemente volver a esta autoridad del amor. En este cambio de época nos faltan líderes y “pastores”, que nos orienten con su sabiduría, lucidez y coherencia. Faltan líderes carismáticos: “carisma” significa justamente “don”, “regalo”, “lleno de gracia”. La persona carismática se vive como un don, sabe que todo lo recibe y es fiel a este don original: desde ahí su poder de atracción y su fecunda y serena autoridad.
Como siempre el cambio empieza por uno mismo, de mí y de ti. Empieza por la coherencia de nuestra propia vida y empieza por ser “pastor de uno mismo”: ¿Cómo se puede ser pastor de otro si no puedo conmigo mismo?
Buda lo había visto muy bien: “Más grande en la batalla que el hombre que conquista a miles y miles de hombres, es el que domina a sólo uno: el mismo. Es mejor dominarse a uno mismo que a otros”.
El gran Leonardo da Vinci lo expresó así: “Nunca tendrá un gobierno mayor o menor que el gobierno de sí mismo ... la altura del éxito de un hombre se mide por su dominio de sí mismo; la profundidad de su fracaso por su propio abandono… y esta ley es la expresión de la justicia eterna. El que no puede establecer el dominio sobre sí mismo, no tendrá dominio sobre los demás.”
Un padre de la iglesia, Juan Crisóstomo también lo afirma: “Un verdadero rey es quien verdaderamente gobierna sobre la ira, la envidia y el placer.”
Y Jesús, obviamente no se queda atrás y usa la metáfora del ver: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?” (Lc 6, 39).
Cuando uno empieza a ver, puede ayudar a otros a ver.
Cuando uno empieza a dominar sus pasiones, puede acompañar a los demás en este difícil camino.
Cuando me conozco y asumo mis sombras, puedo, tal vez, iluminar a otro.
Otra dimensión esencial de la autoridad es el servicio.
El pastor, el líder, cualquiera que tenga algún tipo de autoridad, está al servicio del crecimiento y de la dignidad del otro: ¡es una bellísima y enorme responsabilidad!
Jesús se percibió a sí mismo de esta manera: “Yo no he venido para ser servido, sino para servir” (Mc 10, 45).
El pastor acompaña, ayuda a crecer y libera: nos libera de la dependencia y nos libera para el amor. Nos hace autónomos.
El verdadero pastor y maestro nunca ata a las personas: las ama, les devuelve su plena dignidad cuando sea necesario, las pone de pie y las hace autónomas: “yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 11).
Seamos todos maestros y discípulos, seamos pastores los unos de los otros: acompañándonos, liberándonos, sirviéndonos.
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