sábado, 23 de agosto de 2025

Lucas 13, 22-30

 

Tenemos hoy un texto tremendo, fascinante y contundente.

 

Son estos textos que cuestionan una imagen demasiado blanda de Jesús… la imagen distorsionada de un Jesús débil, todo dulzura y bondad.

 

No debemos ni podemos olvidar, la otra cara de la medalla: Jesús es un profeta, el hombre libre, el hombre fiel y verdadero. Un profeta – de Israel y en Israel – dice la verdad, denuncia, ayuda a crecer.

 

¿Por qué queremos excluir del amor, las dimensiones más exigentes?

¿Por qué excluir del evangelio lo que, rotundamente, nos cuestiona?

 

El amor – lo sabemos por experiencia y podemos revisar nuestra historia – a menudo tiene que ser fuerte, poner límites, ser hasta “duro”. Quién educa, lo sabe.

 

¿Cuáles educadores marcaron tu vida?

 

Jesús te dice la verdad, aunque duela. Porque la verdad te hace libre y te sana. El evangelio te dice y te hace la verdad, para que tu crezca, para que puedas sanar tus heridas, para seas más honesto contigo mismo, con tu misión, con el mundo.

 

El texto se abre con la pregunta de un desconocido: “¿es verdad que son pocos los que se salvan?” (13, 23).

 

Podría ser también nuestra pregunta. Fue – y a menudo sigue siendo – la preocupación de la iglesia y de los cristianos: la salvación.

 

En realidad, la pregunta es poco acertada, por eso Jesús no responde.

Y la preocupación por la salvación, una pérdida de tiempo y de energía.

Perdón lo tajante, pero me dejo inspirar por el evangelio.

 

Por comenzar, el término “salvación”, no existe en arameo: es una traducción forzada, a servicio de una teología de la condenación y de la culpa.

La cosmovisión judía se centra en la vida y solo desde ahí, entiende lo que es salvación. Este descubrimiento me fascina, porque empalma con mi sentir profundo, desde hace años.

El Misterio que llamamos “Dios”, es el Misterio de la Vida y para la Vida.

Jesús lo tenía sumamente claro: “yo he venido para tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).

Los primeros padres de la iglesia también lo tenían claro: “La gloria de Dios es el hombre viviente”, decía San Ireneo.

 

Después, por cuestiones políticas, históricas y teológicas, el cristianismo quedó embretado en paradigmas filosóficos griegos y deudor del Imperio Romano y así fue perdiendo esta dimensión esencial del mensaje de Jesús: el cristianismo se convirtió en religión, con un fuerte tinte moral, fragmentando la unidad del ser humano, en cuerpo y alma, y orientando una supuesta salvación, para después de la muerte.

 

Es hora de volver. Es hora de volver a la visión de Jesús. Es hora de volver al mensaje esencial, que toda autentica espiritualidad nos ofrece y despojarnos de todo lo innecesario, superfluo y hasta dañino que hemos puesto encima del evangelio, como proyecciones de nuestras heridas y de nuestros miedos.

 

Es hora de amar la puerta estrecha de nuestro texto. Ya es la hora – una hora urgente, un kairós – de pasar por la puerta estrecha.

 

¿Qué será la famosa “puerta estrecha” del evangelio?

 

La metáfora es extraordinaria. Por una puerta estrecha, angosta, solo se pasa con lo esencial. Lo superfluo queda, se cae.

Sigue la obvia pregunta: ¿qué es lo esencial?

La palabra lo revela: la esencia.

 

Por la puerta estrecha solo cabe lo que somos y no entra lo que no-somos o lo que creemos ser.

 

Por esta bendecida puerta entra lo que somos: el amor, el ser. No entra lo que no-somos: el ego.

El ego, justamente, es lo que se infla, se quiere hacer grande, se impone frente a los demás… demasiado grande: no pasa.

 

Es sumamente bello – hasta me conmueve – que Jesús aplique a sí mismo, esta metáfora de la puerta: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará (se vivificará); podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn 10, 9).

 

Jesús nos revela nuestra verdadera identidad, nuestro auténtico ser, nuestra esencia: por eso es puerta.

Todo lo que nos sucede en la vida, está en función de esta puerta, en función de la comprensión de quienes somos y de nuestra esencia.

La dureza de la vida – dolor, conflictos, dificultades – están ahí para quitarnos lo superfluo, para despojarnos del ego.

Juan bautista lo había visto bien: “Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30).

 

Comprendemos así el tajante mensaje que se encierra en estos tremendos versículos: “«Señor, ábrenos». Y él les responderá: «No sé de dónde son ustedes». Entonces comenzarán a decir: «Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas». Pero él les dirá: «No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!»” (13, 25-27).

 

No me parece adecuado aplicar estos versículos – caeríamos otra vez en el concepto futuro de salvación – al juicio después del morir.

Dios es Vida ahora y nos espera en el Reino, ahora. Ya estamos participando de la Vida Una, aunque desde las limitaciones que bien conocemos y que tanto nos afectan.

 

La puerta de la Vida está abierta. Este mundo, maravilloso y complejo, es el lugar donde Dios se quiere revelar. Este mundo es una puerta luminosa de revelación, pero solo puede entrar quien comprende y vive desde lo esencial: el amor. Este mundo es una puerta abierta, pero hay que saber ver.

Quién no ve, quien vive desde el ego se queda afuera y no puede ver el mundo como lugar de vida y revelación.

No sé de dónde son ustedes”: suena duro en la boca de Jesús y, sin duda, lo es. Como todo auténtico maestro, Jesús quiere llevarnos a la verdad, al crecimiento, a la plenitud de la luz.

 

Jesús está diciendo: no te reconozco en tu ego… no es tan importante lo que hacen, o dicen, desde el ego… no me interesan tanto sus oraciones o que se llenen la boca con mi nombre… me importa, por sobre todas las cosas, que descubran quienes son de verdad y que vivan en conformidad a lo que son: amor, vida. Todo lo demás toma sentido y valor, desde esta luz.

 

No hay comentarios.:

Etiquetas