En este segundo domingo de
cuaresma la liturgia nos ofrece el famoso texto de la transfiguración de Jesús
en la versión de Mateo. También la encontramos en el evangelio de Marcos (9,
2-9) y Lucas (9, 28-36). Experiencia importante entonces, subrayada por los
tres evangelios sinópticos.
El texto de Mateo se inspira muy
probablemente a Éxodo 24 donde se relata la subida al Sinaí de Moisés con sus
tres compañeros (Aarón, Nadab, Abihú). Los elementos comunes son muchos:
montaña, nube, tres compañeros, experiencia profunda de Dios. Sin duda Mateo,
como es su costumbre, quiere mostrarnos en Jesús al nuevo Moisés.
Llegar al núcleo histórico de
esta experiencia de Jesús con Pedro, Santiago y Juan resulta imposible: son demasiados los
elementos simbólicos y catequéticos. Tampoco es lo esencial.
Los evangelios no son un libro de
historia, sino un compartir de una experiencia.
Experiencia que podemos y debemos
leer en el aquí y ahora de nuestras existencias.
La transfiguración: personalmente
me gusta creer que en realidad no fue un cambio externo de Jesús, sino un
cambio de visión de sus íntimos amigos: su mente se calmó y su visión se
aclaró: vieron la luz interior de Jesús, su esencia, su unidad con el Padre.
¿Por qué Jesús era un hombre
transfigurado?
¿Qué quiere expresar la
transfiguración?
Jesús era un hombre transfigurado
porque vivía plenamente desde su autentica identidad: Dios. En él humanidad y
divinidad estaban en perfecta armonía. Su humanidad trasudaba divinidad. Jesús
era tan humano, pero tan humano, pero tan humano que simple y maravillosamente
transparentaba a Dios. Como dijo bellamente Leonardo Boff: “tan humano, solo Dios”. Con Jesús se
terminó de una vez para siempre la ilusoria y terrible separación entre humano
y divino, entre hombre y Dios. Humanidad y divinidad son las dos caras de una
misma realidad.
Experimentar la transfiguración
es darse cuenta de eso, así de simple. Así de fundamental.
Lo que Jesús es todos lo somos.
Simplemente él se dio cuenta y nosotros no. A ver si despertamos… Todos somos
personas transfiguradas, pero no lo sabemos.
Tal vez demasiada luz y no
logramos ver. El ser humano a menudo no soporta la luz: “La luz
brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1, 5)
Como dice Franz Kafka: “Jesús es un abismo de luz. Hay que cerrar
los ojos para no despeñarse”. En algún momento habrá que soportar la luz…
Un pensamiento angustioso podría
sobrevenir: ¿qué tendríamos que hacer para sentirnos transfigurados?
La mente siempre la quiere
complicar. En realidad todo es mucho más simple de lo que creemos.
Para percibirnos como seres
transfigurados alcanza con vivir en plenitud nuestra humanidad. Como el
Maestro.
La plenitud humana revela y
expresa la plenitud divina, ni más ni menos.
Desarrollar nuestra humanidad y a
la vez aceptar lo limites de nuestra condición humana es el camino, el único
camino para descubrir los seres transfigurados que ya somos.
Tal vez el gran problema actual –
el único problema serio – es que ya no sabemos que significa ser humano. El
hombre deambula perdido entre bestialidad y deseos angelicales y se pierde lo
único real: su humanidad.
Aprender una y otra vez a ser
humanos: ahí el desafío.
Jesús es uno de los mejores iconos
de lo que significa ser plenamente humano: autenticidad,
libertad, compasión son los rasgos que definen su existencia.
Ejercitarse en eso es aprender a
ser humanos. Practicar la compasión, vivir desapegados en profunda libertad,
ser auténticos: ahí el camino de humanización que, simultáneamente, es camino
de divinización. Camino sin origen y sin meta. Camino desde ya transfigurado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario