Hoy la iglesia, después del
pasado miércoles de ceniza, celebra el primer domingo de cuaresma. Al comenzar
el camino que nos lleva a la Pascua siempre se nos presenta el texto de las
tentaciones de Jesús.
Sin duda – más que un hecho
histórico – es una catequesis que hunde sus raíces en la experiencia del éxodo
de Israel.
Jesús estaba solo en el desierto,
así que nadie fue testigo de lo que ocurrió. Tal vez el Maestro compartió algo
de su experiencia. Tal vez. En estas cosas era bastante reservado el Maestro.
Jesús solo en el desierto: el
desierto es justamente uno de los elementos centrales de nuestro texto y de
todo el camino cuaresmal. La poderosa imagen del desierto evoca muchas y
fundamentales dimensiones: la soledad, la lucha, la muerte, el silencio, la
sed.
El evangelio parecería sugerir
que sin pasar por el desierto no hay crecimiento y no hay novedad de vida. El
Espírito llevó a Jesús al desierto y Jesús se dejó llevar.
¿y tu? ¿y nosotros? ¿Nos dejamos
conducir al desierto?
La vida con su sabiduría nos
conduce, nos quiere conducir al desierto. Las pequeñas y grandes dificultades,
los momentos de soledad, muerte, sed… son nuestro desierto cotidiano. Lo que
nos pasa – al contrario de Jesús – es que, en cuanto andamos los primeros pasos
desierto adentro, nos invade el miedo y regresamos como pollitos mojados a
nuestras superficiales seguridades. Así no funciona, así no crecemos.
El desierto es esencial, es una
etapa central en nuestra experiencia humana. En el desierto se nos revelan los
secretos de la vida, las motivaciones ocultas de nuestro actuar, las heridas
todavía sangrantes, el egoísmo siempre presente. En el desierto nos conocemos y
conocemos a Dios.
Las tentaciones de Jesús que
Mateo nos presenta son paradigmáticas de la condición humana, es decir, hacen
parte de nuestra humanidad más allá del tiempo y la cultura.
Lo que activa las tentaciones es
siempre el hambre: nuestra hambre de
ser, de felicidad, de vida plena. La sensación de tener hambre y el anhelo de
plenitud del corazón humano despiertan las fuerzas ocultas y una búsqueda
constante y a menudo terrible por encontrar el objeto de nuestro anhelo.
Las tentaciones expresan las tres
dimensiones del ego de todo ser humano: el tener, el aparentar, el dominar. Es
la triple tentación del dinero, de la imagen y del poder.
Curiosamente e irónicamente
reflejan cándidamente la situación del hombre y la sociedad moderna. Una
sociedad en muchos aspectos enferma y esclava del dinero, de la fama y del
poder.
Cada ser humano, cada cultura y
cada sociedad – si quieren crecer – tienen que reconocer y enfrentar la triple
tentación. Solo el desierto es liberador. La historia de Israel es – otra vez –
paradigmática: el pueblo llega a la libertad solo después de la experiencia
purificadora del desierto.
Es necesario el desierto, es una
bendición. Por cuanto duro pueda ser.
¡No nos escapemos entonces!
Adentrémonos voluntariamente, sin mirar atrás. Miramos de frente al desierto de
nuestro corazón: miedos, heridas, dolor.
Simplemente no escapando,
simplemente estando, el desierto es curativo.
Porque en el fondo también el
desierto es el lugar de Dios: “se
acercaron los ángeles y le servían” (Mt 4, 11).
Tal vez – paradójicamente – el
lugar más hermoso, más íntimo.
Solo para enamorados:
“Por eso, yo la seduciré,
la llevaré al desierto
y le hablaré a su corazón” (Os 2, 16).
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