domingo, 22 de abril de 2018

Juan 10, 11-18






Estamos en el cuarto domingo de Pascua y la iglesia celebra el “Domingo del Buen Pastor”. Justamente hoy leemos el capitulo 10 de Juan donde se nos presenta la imagen del buen pastor. Jesús, según Juan, se atribuye esta imagen y esta metáfora: “Yo soy el buen pastor”.
La imagen del pastor es sumamente bíblica y fue usada como símbolo de los cristianos desde los primeros tiempos. Encontramos famosas imágenes del buen pastor pintadas en las catacumbas de Priscila y de San Calixto en Roma.
Desde siempre la imagen del buen pastor nos hace pensar a la ternura del Padre, su cuidado, su preocupación por cada uno.
Es una imagen y un símbolo muy sugerente que nos puede abrir una ventana sobre el Misterio.

Pero también hay que tener cuidado. Una imagen siempre hay que contextualizarla: no podemos aplicar directamente una imagen o un símbolo sin pasar por el filtro del “aquí y el ahora”. Cada imagen va reinterpretada a la luz del hoy. La luz del hoy siempre encuentra el mensaje actual purificado de las interpretaciones debidas puramente a la cultura o a los paradigmas de la época.

Para nuestro caso concreto.
Por un lado en nuestras sociedades modernas la imagen del pastor es anacrónica: ya no tiene fuerza simbólica y de significado. La razón es simple: ya no hay pastores.
No tenemos experiencia directa de lo que es y significa ser pastor.
Desde el silencio que nos hace humildes y abiertos podemos ir descubriendo que era lo que Jesús quería comunicar a través de esta imagen: este es el mensaje eterno y siempre valido que hay que sacar a luz. Y solo cuando la mente calla, el corazón entiende. Por eso el silencio es esencial.
Sin duda Jesús hoy, extraería de su atento y silencioso corazón otra imagen.

Por otro lado la imagen del pastor fue utilizada – y muchas veces abusada – como respaldo para la autoridad.

Un texto de José Antonio Molina puede aclarar: “En las sociedades orientales antiguas – Egipto, Asiria, Judea – el arquetipo del gobernante es el pastor, que guía y conduce a sus ovejas. Basta que el pastor desaparezca para que el ganado se disperse. Su papel consiste en salvar al rebaño. Esta figura del monarca implica una figura correlativa del súbdito. Es una oveja que no puede dirigir sus actos, no sabe dónde están los pastos y, si no fuera por el pastor, se perdería y se la comería el lobo. Resulta cuando menos anacrónico que la figura del pastor siga usándose en la pastoral cristiana”.

En la iglesia muchas veces hemos manipulado esta imagen para quedarnos con el poder y hemos dividido – en la práctica – la iglesia en dos: los que mandan y los que obedecen. O sea: pastores y ovejas. Jerarquía y laicos.
Las ovejas, simpáticas y mansas, no brillan por su inteligencia. Donde una va, van todas. Aplicar hoy en día esta imagen a los laicos es – por lo menos – impropio.
Pero así hemos educado por siglos: el pueblo (los laicos) tenía que obedecer, no podía opinar mucho y siempre las decisiones les tocaban a los pastores.
Desde el Concilio Vaticano II algo cambió, al menos, en la teoría.
“Pueblo de Dios” somos todos. Este es el dato inicial y de fundamental igualdad.
Desde ahí pueden arrancar los roles y los papeles de cada uno, según los dones personales y la vocación individual.
Queda mucho por caminar. Todavía hay pastores que se creen “dueños” del rebaño y todavía hay “ovejas” sometidas a las cuales les cuesta tomar protagonismo, opinar y decidir.

La clave para comprender el camino la revela el final de nuestro texto.
El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo.” (Jn 10, 17-18).

Entregar la vida en el amor y por amor: eso importa.
Eso hace que cada cual sea pastor y oveja. Maestro y discípulo a la vez. Amante y amado. 
Y, en realidad, en el Amor todos nos encontramos: sin envidias, sin títulos, sin roles que defender.
Porque el Amor es lo que somos.



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