Este relato tan famoso del evangelio de
Juan es una catequesis. Todos los relatos de las apariciones de Jesús no hay
que tomarlos como si fueran históricos. Son mensajes de fe que quieren
transmitir una experiencia.
Los evangelistas quieren compartir con
sus comunidades y con nosotros su experiencia del Resucitado y usan la técnica literaria
de las “apariciones”: “¡lo hemos visto!”.
En aquel tiempo era también la manera más contundente para ser creídos.
El texto de hoy entonces es una maravillosa
catequesis sobre la resurrección.
Los discípulos están encerrados: tienen
miedo. El miedo es la emoción característica que se opone al amor y al
entusiasmo. El miedo paraliza y encierra.
La “aparición” de Jesús trae paz y
alegría: el miedo desaparece. Esta en el fondo es la experiencia central del
cristiano: el encuentro con Cristo es el encuentro con un Amor que destierra el
miedo y llena de paz y alegría.
En esta catequesis de Juan central es el
encuentro y el dialogo entre Tomás y Jesús.
Tomás no está la primera vez que Jesús
aparece. Por eso expresa su queja: “yo
también quiero verlo y tocarlo”.
En el fondo el deseo de Tomás es el
deseo escondido y oculto de cada corazón humano, que lo sepa o no: “¡queremos ver Dios! ¡Queremos tocar a Dios!”
Es el deseo originario y fundante de
todo nuestro ser. Todos los demás deseos, por cuanto se disfracen, esconden
este único deseo.
San Agustín lo había descubierto cuando
exclamó: “Nos hiciste, Señor, para Ti,
y nuestro corazón está inquieto,
hasta que descanse en Ti.”
El anhelo de plenitud y de eternidad del
corazón humano es imborrable y con una fuerza poderosa empuja para salir a luz.
Muchos místicos identifican este anhelo con Dios mismo.
Dios mismo se oculta en el corazón
humano en forma de deseo y se hace “anhelo de sí mismo”: ¡que maravilla!
Escuchar este deseo es esencial para
nuestro crecimiento: nos daremos cuenta que todos los demás deseos solo apuntas
a este único deseo.
La frase en forma de reproche que Juan
pone en boca de Jesús: “Ahora crees, porque
me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” (Jn 20, 29) nos
invita a otra visión.
La interpretación tradicional y común es
simple creencia: creer en algo que no
se ve. Más superstición que fe.
La fe evangélica y antropológica, lo
sabemos, es confianza. Y la confianza
nace de la visión.
Para confiar hay que ver, tocar,
experimentar.
Por eso Tomás tenía razón: “¡quiero verlo y tocarlo!”
Si nuestro camino humano y de fe no nos
lleva a “ver a Dios” todavía estamos inmaduros. Obviamente hablamos de la
visión del corazón, no de la física.
Los místicos se refieren a esta visión
con la apertura del “tercer ojo”: es el ojo interior que descubre la Presencia
de Dios en todo y en todos.
¡Qué
se nos abra este tercer ojo!
¡Qué
podamos ver, por fin, el Amor quieto y perfecto que resplandece por doquier!
¡Qué
podamos dar cabida al anhelo de infinito que nos habita! Amén.
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