sábado, 9 de octubre de 2021

Marcos 10, 17-27

 



 

Se nos presenta hoy el texto llamado del “joven rico”, aunque en realidad solo se habla de un “hombre”.

Este hombre anónimo tiene sus necesidades básicas satisfechas; bien podríamos decir que no le falta nada… e igual percibe cierta insatisfacción de fondo y por eso se presenta a Jesús.

Es el símbolo perfecto de nuestras sociedades occidentales del bienestar. Hemos alcanzado la satisfacción de nuestras necesidades – y en muchos casos de sobra -, hemos logrado una buena estabilidad, tiempos de ocio y diversión… y siempre más se agudiza la angustia existencial y la falta de sentido de vida.

Vivimos muchos más años… pero no sabemos para que.

Es trágico y paradójico a la vez.

Bien dice la Escritura: “El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4).

 

La crisis de la sociedad occidental es la crisis del sentido, de la profundidad, de la escucha del anhelo del corazón.

Es la crisis del deseo.

El hombre del evangelio siente un anhelo infinito: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” (10, 17).

Estamos hechos para el Infinito, para la Vida plena, para un Amor eterno. Nuestro corazón no se conforma con menos y cuando intentamos conformarnos con menos se nos arriman la angustia y el vacío para recordarnos esta esencial verdad.

Las crisis existenciales y el dolor son casi siempre invitaciones providenciales de la vida a reubicarnos, a un reencuadre de nuestra percepción y nuestra visión.

La respuesta de Jesús es sumamente sorprendente: “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno” (10, 18).

Esta respuesta encierra un secreto, secreto al cual se accede desde la percepción de la mística hebrea, maravillosa fuente a la cual Jesús bebió.

Solo Dios es bueno”: es obvio que no es así… Jesús mismo alaba en muchos textos la bondad y el amor de las personas.

¿Qué quiere decir en profundidad?

Decir que “solo Dios es bueno” es lo mismo que decir que “solo Dios es”: una de las grandes revelaciones de la mística hebrea.

No hay nada afuera de Él” dice Deuteronomio 4, 35.

Y el profeta Isaías lo reitera: “Yo soy el Señor, y no hay otro. Yo formo la luz y creo las tinieblas, hago la felicidad y creo la desgracia: yo, el Señor, soy el que hago todo esto” (45, 6-7).

En esencia y en lo profundo “solo hay Dios”. Toda la mística, de todas las tradiciones, lo dice de muchas y distintas maneras.

 

Jesús nos invita a entrar en su percepción y su conciencia: descubrir en cada forma visible la Bondad que se esconde, descubrir en cada persona y acontecimiento el Amor eterno que en ellos se revela.

¿No es esto “Vida eterna”?

¿No cumple esta visión el anhelo de infinito del corazón humano?

 

El texto nos regala otro detalle muy interesante.

Jesús responde al buscador anónimo citando los mandamientos y, sorprendentemente, cita solo los que se refieren a las actitudes con los seres humanos. No cita lo que se refieren exclusivamente a Dios.

Un detalle interesantísimo que nos confirma en nuestra interpretación: para Jesús no existe un Dios aislado o separado del mundo. Todo es revelación y manifestación del Misterio divino.

Por eso el mandamiento del amor es el único mandamiento. Si se ama al prójimo se ama a Dios. No hay posibilidad de error.

Juan lo reiterará en su carta: “El que dice: «Amo a Dios», y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Juan 4, 20).

 

Una última e importante acotación.

Jesús invita a este hombre sincero y bueno a dar un paso más: Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme” (10, 21).

Jesús invita al desapego radical. No es un juicio de valor sobre los bienes y la riqueza. Las cosas son neutras; es la manera de vivirlas e interpretarlas que le otorga sentido y valor.

Conozco a “ricos que son pobres” y a “pobres que son ricos”.

Jesús invita a vivir todo desde el desapego y, como bien lo sabemos, el desapego más importante y dificil es el desapego de nuestro “yo”.

Este proceso de desapego, por otro lado, nos hará caer en la cuenta que tenemos más de lo necesario y que lo que no necesitamos pertenece a los pobres.

Los padres de la Iglesia insistían mucho sobre este tema.

 

Escuchamos unos testimonios contundentes:

San Ambrosio: “No le das al pobre de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo. Pues lo que es común es de todos, no solo de los ricos…Pagas, pues, una deuda.

San Juan Crisostomo: “Forzosamente, el principio y raíz de tus riquezas proceden de la injusticia. Porque Dios, al principio, no hizo al uno rico y al otro pobre, sino que dejó a todos la misma tierra. ¿De dónde, pues, siendo la tierra común tienes tú tantas yugadas de tierra y tu vecino ni un palmo de terreno?

San Cipriano: “Cuando los ricos no llevan a la misa lo que los pobres necesitan, no celebran el Sacrificio del Señor.

Y terminamos con san Basilio: “Abran de par en par las puertas de sus graneros, den salida a sus riquezas en todas las direcciones. Dime, ¿qué es lo que te pertenece?, ¿de dónde trajiste nada a la vida?, ¿de quién lo recibiste? Así son los ricos: se apoderan los primeros de lo que es de todos y se lo apropian, sólo porque se han adelantado a los demás... Si cada uno se contentase con lo indispensable para atender a sus necesidades y dejara lo superfluo a los indigentes, no habría ricos ni pobres.

¡Qué la iglesia y cada uno de nosotros tengamos el valor de dejarnos cuestionar!

 

 

 

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