sábado, 23 de octubre de 2021

Marcos 10, 46-52


 

El texto de hoy es una obra maestra. El evangelista construye su relato de una manera plástica y profunda. Es una catequesis que, como siempre y más allá de su nivel histórico, tiene una profundidad simbólica única.

 

Bartimeo es un ciego y está “al borde del camino”. La ceguera en los evangelios y en toda la Biblia se refiere esencialmente a la ceguera espiritual. La ceguera física es expresión de una ceguera mucho más grave y profunda.

Jesús lo reitera repetidas veces: “Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen” (Mc 8, 17-18).

La ceguera nos deja al borde del camino, otra metáfora bella y profunda.

Al borde del camino: afuera de la vida, en una soledad no buscada sino padecida, lejos de la gente, sin poder comunicar, sin poder crecer y caminar.

Bartimeo se entera que Jesús está pasando cerca y lo llama gritando; es el grito de un corazón sufriente, solo, triste. Bartimeo escucha el anhelo de vida plena de su corazón y se atreve a gritarle al maestro. No se conforma con vivir al borde del camino. Desea. Desea sanar, desea plenitud.

 

¿Sabemos escuchar el grito de vida de nuestro corazón?

¿Conectamos con el deseo de sanación y vida que nos habita?

 

La gente intenta esconder y marginar el grito del ciego. Molesta. Como nos molestan nuestras cegueras espirituales y como nos molestan los gritos de los excluidos y los pobres: ¡Es más cómodo y fácil no escuchar!

En realidad solo la escucha nos salva. La escucha es reconocimiento y aceptación. Solo la escucha nos abre al camino de la sanación y la plenitud.

Por eso que Jesús escucha. En medio del gentío y el ruido, Jesús escucha el grito de Bartimeo y se detiene.

Detenerse en el camino. Detenerse para escucharse y escuchar. Solo el que sabe detenerse aprende a escuchar y puede crecer.

En un mundo que gira a una velocidad deshumanizante, detenerse se convierte en una clave esencial y en un proyecto de vida.

Jesús se detiene entonces y Bartimeo puede incorporarse y acercarse.

Sin detenernos no hay posibilidad de acercamiento, de comunicación, de comunión.

Es el momento de la pregunta clave: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Mc 10, 51).

 

Es la pregunta fundamental de toda terapia psicológica y de toda búsqueda de crecimiento espiritual.

Jesús no se atreve a sanar sin una disposición del ciego, si no hay apertura, búsqueda, anhelo reconocido.

Jesús no es un mago; es un maestro de sabiduría y un despertador de consciencias. Jesús nos conecta con el deseo esencial, al anhelo de plenitud que nos habita.

¡Qué maestro! ¡Qué grande!

La sanación de nuestra ceguera espiritual y el camino hacia la plenitud solo se dan desde la lucidez y el deseo reconocido.

Bartimeo había conectado con el deseo: “Maestro, que yo pueda ver” (10, 51).

Maestro, que yo pueda ser lúcido, consciente.  

Maestro, que yo pueda volver al centro del camino, siendo responsable de mí mismo, autónomo, sin dependencias.

Maestro, que yo pueda comunicar con los demás desde esta visión, desde el deseo común que nos habita.

Maestro, quiero ver. Quiero ver que el amor es lo único real.

Maestro, quiero ver sonreír a los niños y florecer las rosas. Quiero ver el brotar de la vida en cada instante, en cada hilo de hierba. Quiero ver lo sagrado y lo divino en cada rincón, en cada latir y latido.

 

Vete, tu fe te ha salvado. En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino” (10, 52): Jesús no necesita nada más y Bartimeo tampoco. No hay gestos, no hay palabras de sanación.

Bartimeo conectó con el deseo y ya está viendo. Puede volver al camino, puede volver a la vida.

Sin duda Jesús y Bartimeo hubieran sellado las palabras del Principito:

He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos”.

Solo el corazón ve, solo el corazón sabe.

Ver desde ahí es el comienzo de la sanación, de la sabiduría, de la vida plena.

 

 

 

 


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